BIENVENIDOS

Para los amantes del arte, de la producción, contribución, el sentir, la reciprocidad.; el propio manifiesto de las palabras, su hacerse contemplativo y la lectura de ideas. Un espacio para encontrarse, reencontrarse y perderse en el retorno. Un lugar ideado para la expresión sin condicionamientos ni tabúes...

domingo, 15 de febrero de 2009

CONOCIENDO A: Federico Andahazi


Federico Andahazi nació en Buenos Aires en 1963. En noviembre de 1995 sus cuentos "Las piadosas" y "Por encargo" fueron distinguidos en el Certamen Nacional de Cuentos del Instituto Santo Tomás de Aquino. Conformaron el jurado Marco Denevi, María Granata y Victoria Pueyrredón. En setiembre de 1996 su cuento "La trilliza" recibió el Primer Premio en el Concurso de Cuento Buenos Artes Joven II, cuyo jurado estuvo integrado por Liliana Heer, Carlos Chernov y Susana Szwarc. En octubre de 1996, al tiempo que era finalista del Premio Planeta, su novela El anatomista ganaba el Primer Premio de la Fundación Amalia Lacroze de Fortabat. El jurado estuvo compuesto por María Angélica Bosco, Eduardo Gudiño Kieffer, María Granata y José Luis Castineira de Dios. En uno de los más resonantes escándalos en el mundo literario argentino, la entrega del premio fue suspendida por exigencia de Amalia Lacroze de Fortabat, multimillonaria argentina y directora de la fundación que lleva su nombre. "La obra premiada no contribuye a exaltar los valores más elevados del espíritu humano" declaró la Fundación, expresando en realidad la disconformidad de la Sra. de Fortabat con el contenido erótico de la novela. Andahazi recibió el dinero, 15.000$, pero el premio en sí le fue negado. El libro fue finalmente publicado por Planeta en 1997 convirtiéndose —en un doble bochorno para la Fundación Lacroze— en uno de los más grandes bestsellers de la literatura argentina. Fue traducido también a varios idiomas.

OBRAS:

1997: El anatomista
1997: Las piadosas
2000: El príncipe
2002: El secreto de los flamencos
2004: Errante en la sombra
2005: La ciudad de los herejes
2006: El conquistador
2008: Pecar como Dios manda. Historia sexual de los argentinos

sábado, 14 de febrero de 2009

"Al atardecer fin de la función"


Información del evento
Anfitrión(a):
Denny Fernández
Tipo:
Red:
Global
Hora y lugar: Maracaibo; Venezuela
Hora de inicio:
el jueves, 19 de febrero de 2009 a las 19:30
Hora de finalización:
el Sábado, 21 de febrero de 2009 a las 19:30
Lugar:
Teatro Baralt / 20 y 21 TELUZ
Descripción
El Teatro Estable de la Universidad del Zulia (TELUZ) estrenará este 19 de Febrero la obra de teatro "AL Atardecer Fin de la Función", pieza escrita por Denny Fernández, integrante activo de la mencionada agrupación. En esta oportunidad el Teluz nuevamente lleva a escena una de las obras dramatúrgicas de Fernández, quien además se estrena como director teatral.La puesta en escena cuenta con las actuaciones de los primeros actores Dianora Hernández -actriz del TELUZ- y Ricardo Lugo, actor invitado del grupo Taller Uno. Dicho montaje se representará en las instalaciones del Teatro Baralt, el próximo 19 de febrero a las 7:30 p.m. La entrada tiene un costo de 15 Bs.F.

ÉXTASIS Y RESURRECCIÓN DE SANTIAGO DABOVE: ESA FEROZ CRIATURA QUE ATRAVESÓ EL RELÁMPAGO


POR: Manuel Lozano


Sus ojos son llama de fuego, y en su
cabeza lleva muchas coronas con un nombre
escrito que no sabe sino él mismo...

Apocalipsis XIX, 12

To the clear day whith thy such clearer light,
When to unseeing eyes thy shade shines so!

William Shakespeare, Soneto XLIII


¿Cuál es la representación ulterior, el diseño más fiel que nos queda de un rostro, acaso el perdurable, el verosímil, cuando ese rostro ya es polvo, o ni siquiera eso? Plotino se negaba a la vanidad de ser reproducido en erróneos retratos que delataran al porvenir (también dudoso) la forma sensualizada de unos labios, dos ojos empeñados en traducir este universo insoluble, tal vez la extraña reminiscencia de una nariz griega. Menos cerca de los dictámenes de Pirrón de Ellis que de las proposiciones de Berkeley, veía de este lado las sucesivas o concéntricas ramificaciones del mundo ilusorio que no era sino otra de las formas de un yo hecho de escorias y cenizas.

El irisado Leonardo escribiría, siglos más tarde , que cumplidos los cincuenta años cada hombre tiene la cara que se merece: una especie de cartografía individual, un definitivo censo de premios y derrotas, su propia efigie gastada por él y por los otros bajo incontables días. En un desconocido texto sobre Montaigne y Whitman, Borges se pregunta: “¿Quién, entre los autobiógrafos, es un rostro y quién una máscara?”, para indagar a continuación en esas “extensiones mágicas o divinas del principio de identidad”. ¿Cómo dibujar, en el espacio y el tiempo que me toca, un retrato de mi cercano Santiago Dabove, nacido y muerto en un mítico Morón del que ya nadie habla?


¿Empezar por las malditas - y por qué no erróneas- fechas que la lápida y los diccionarios registran: 1889-1952?


¿Escudriñar la conjunción de agonía, crueldad y metafísica del extrañamiento que prefiguran los relatos y poemas de “La muerte y su traje”, su único libro? ¿Recordar (o entrever la nostalgia del recuerdo) de las incalculables tertulias con su hermano Julio César, Enrique Fernández Latour, Macedonio Fernández, y a veces un dentista de apellido Roccatagliata, en esa habitación destartalada de Morón que el mismo Macedonio alquiló frente a las vías del Ferrocarril Oeste para estar cerca de los Dabove, y que bautizó luego con el insólito nombre de “El Tríquio (con pelos y señales)”, habitación donde nació “El Zapallo que se hizo Cosmos”? ¿Acaso hablar del violinista más solitario del mundo tocando el instrumento sin el arco como si fuera un laúd, con las manos trasvasadas por enfermedades incurables e invocando a la Nada (sólo a la Nada podía invocar Santiago) por su muerte total? ¿O entrar, minucioso y secreto, en los complejos y altos alminares donde el testigo aún nos narra la terrorífica pero espléndida catábasis de “Finis”? ¿Mirar al poseído recorriendo su vieja casa como un rehén -al cabo de un tiempo todo poseído se convierte en prisionero-, y repitiendo aquello de Hafiz: “Soy; mi polvo será lo que soy”, y tantas otras cosas que el olvido borró “en la carrera de todos hacia abajo”?


Estas preguntas contienen verdades parciales de alguien que en la tierra se llamó Santiago Dabove y que, por fortuna del azar, jamás mereció el precario epíteto de “clásico”, ni integró las deleznables e insuficientes listas del “canon oficial” . Todo retrato implica una agonía imposible, y sólo la dimensión imaginaria de los textos del escritor pueden aproximarnos a sus máscaras.
Cuando visité por primera vez a Borges en su laberinto (el ya mitológico departamento de la calle Maipú), yo era un adolescente obsesionado, entre muchas otras cosas, con aquella terrorífica línea de uno de sus poemas sobre Buenos Aires, línea que sentencia: “...Es una esquina de la calle Perú, en la que Julio César Dabove nos dijo que el peor de los pecados que puede cometer un hombre es engendrar un hijo y sentenciarlo a esta vida espantosa”.


¿Quién era esta criatura abismal y abismada, cuya presencia me depararía una serie de revelaciones a lo largo de los años? ¿Quién, ese anarquista coronándose de espinas frente a la desesperada inutilidad de los objetos del mundo? No resulta azaroso que Borges descubriera en casa de los Dabove siempre los cajones de los muebles a medio abrir y curiosamente vacíos. Julio César Dabove, médico y escritor, fue la puerta de entrada a la obra de Santiago, que coincidía con su hermano en aquello de que la vida es la cosa más atroz, y que engendrar un hijo es condenarlo a la más profunda miseria. Borges sentía, aún en 1983 y 1984, la presencia amistosa de los Dabove, su legendaria y nutriente hospitalidad. Borges, el verdadero descubridor de Dabove (publicó inicialmente sus relatos en el suplemento de “Crítica” y en “Anales de Buenos Aires” en la década del ´30, incluyendo diez años después el relato “Ser Polvo” en la Antología de la literatura fantástica, escrita en colaboración con Bioy Casares y Silvina Ocampo), recordaba a un Santiago que, como Mark Twain o Emily Dickinson, casi nunca salía de su casa (hablaba, naturalmente, de Morón) porque opinaba que los avatares de los viajes no son necesarios para la obra literaria, menos aún para la vida. Una sola excepción mencionada por Borges: “...y fuera de algún viaje al sur de la provincia de Buenos Aires...”

Santiago Dabove se me presenta, por sobre todo, como un maestro oral en la tradición de Cristo, Sócrates, Orfeo, Pitágoras o el Buda. Acaso -¿por qué no?- como un maestro druida. Es sabido que, al igual que Macedonio, regalaba cuentos y poemas para que otros lo escribieran, influido seguramente por aquello de que “la letra mata y el espíritu vivifica” (Borges cuenta al principio de “La intrusa”, que la primera versión le fue dada por Santiago; análogamente “Tlon, Uqbar, Orbis Tertius”, la teología de Hakim, “El Estupor”**, e incluso no pocos cuentos de puñales del maestro argentino tienen reminiscencias del universo de Dabove).
Los veintinueve textos de “La muerte y su traje” son el mismo espíritu del manantial que entrevió Mallarmé. Porque “Todo fluye de manantial... y el esplendor tiende a fundirse en la pureza total del cauce”. El genial conversador, el irreprochable amigo, el devoto de la muerte y sus metamorfosis, el caústico humorista y el cínico empedernido, están en ese única e imprescindible obra de nuestro tiempo.


Todos ellos se asemejan a Santiago Dabove. Todos ellos se mutilan y se alejan de sí mismos en una desgarrada orgía carnavalesca para volver a crearse. En aquellos años en que yo visitaba a Borges no sospechaba siquiera, no podía sospechar, que algún día escribiría el primer estudio sobre la obra integral de Santiago Dabove. La escritura de ese ensayo me deparó una incalculable felicidad, siempre afín a la literatura, y no fue sino un reencuentro más con el amigo querido. Cito un pequeño fragmento del final del mismo: “Al igual que esos lujosos y extrañísimos juguetes de la geometría no euclidiana -los fractales-, que nacen y se deconstruyen cada vez, o acaso como el Mälström, esa corriente marítima del Artico hecha de torbellinos espiralados y de negras lluvias reverberantes, caníbales, así se nos presenta el universo de Santiago Dabove: esta feroz criatura que atravesó el relámpago, que lamió su llaga (como quiere René Char), que entrevió la Vigilia y entró, ya para siempre. Santiago Dabove es nuestro precursor, nuestro actual, un ingobernable futuro. Es un gran Ojo Escrutador.


¿Por qué no sumar a estas palabras dos palabras más, acaso claves: El Testigo?” Junto a las plantaciones de una eternidad en la que se repliega y se expande, en la que nos sobrevive, Santiago Dabove ensaya su postergada novela sobre un Morón de duros guapos y de errantes metafísicos. Santiago Dabove, que sabe ahora que el rostro de Cristo es idéntico al del grabado de Holbein, realiza extraños viajes.


Juega con los dados de esa eternidad.


* * * * *


CONOCIENDO A: Manuel Lozano.


A modo de presentación.
Nuestro amigo Manuel Lozano, además de un reputado y prolífico escritor -y especialista sobre la obra de Silvina Ocampo-, es Presidente de la FIED, Fundación Interdisciplinaria de Estudios para el Desarrollo, con sedes en Buenos Aires y Córdoba, de Argentina, institución dedicada a la capacitación y estudio en torno al nuevo paradigma de la interdisciplina.
Posee una extensa obra como poeta, ensayista, crítico, narrador e investigador literario, sumando además diversos premios literarios y grandes experiencias como viajero por muchos países.
No creo necesario extenderme más sobre ello porque tenéis una muestra en su denso curriculum y, naturalmente, en la lectura de sus obras, de las que, de momento, exponemos sólo una pequeña selección.
En su resumen biográfico disponen Vdes. de más datos de nuestro escritor.


viernes, 13 de febrero de 2009

EL CLITORIS DE PANDORA


-Amor mío- le decía con el alma-
Amor mío, repetía a la vez que acariciaba
su dulce América…
---¿Me amáis?—y fue una súplica, un ruego…
--Tu tiempo se acabó— le escuchó decir el anatomista,
antes de emitir un estertor, que fue el último.

FEDERICO ANDAHAZI. El Anatomista (Sexta Parte)


El problema no es la mujer en sí misma, sino esa condición natural en cada acto sexual por negarse el derecho a serlo. Es entonces cuando la dama abre los ojos y vislumbra en el rostro del hombre esa imagen perfecta de lo que quisiera ser cual espejo narciso librado en ensoñaciones. En efecto, la pasión orgásmica es un dejar ser en el otro; un viceversa perpetuo donde los géneros se confunden, se pierden y entremezclan en un solo cuerpo multiplicado de tentaciones. Llegar a comprender la ciencia que envuelve los deseos de una mujer es santiguarse en la propia castidad de los fracasos; en la esperanza equívoca del alquimista abstraído en sus propias convicciones derrotadas. La naturaleza femínea, ese Calipso de haceres pérfidos, malogrados, no busca otro remedio que conquistarse en esos anaqueles de sombras continentales, y en ese acto inmolado del hombre por acampar, explorar, descubrirse en la medusa de cuerpos que hospedan a la mujer, la sumisión es el mayor sacrilegio que habrían de encontrar al anclar debajo de sus faldas, en sus torrentes de Venus, en sus lumbres de Olimpo, en ese oasis de un veneris figurado de pasmos y decepciones. El amor de la mujer es el clítoris de Pandora, el pórtico hacia males inéditos galopados por corazones prostíbulos, autómatas, renuentes y contradictorios donde la mujer es su visionaria colona lamida por feroces bestias engendradas en sus vientres. Lo que vemos en ella es y será siempre un espejismo; una evocación amnésica, la suma de realidades transcritas en ficciones.

Estas palabras no son más que una breve introducción a la obra de Federico Andahazi titulada El Anatomista, a ese pasaje arlequín por la iconoclasta Edad Media donde un ilustre personaje galeno -Mateo Colón- confiado en su ciencia para abrir las puertas hacia el vergel antártico de las mujeres, habría de toparse con el perplejo testimonio de que el amor no se devela en el airoso tacto de lo predecible sino en el roce censurado de lo impalpable porque la mujer es y seguirá siendo el sarcófago lascivo de los secretos inmortales; el acertijo indescifrable por el cual el hombre seguirá penando con la certeza del que conoce su error y se jacta de ello; acompañado por la temible convicción del que yace derrotado en el frente de batalla alucinando laureles mortuorios.

El Anatomista, por defecto de vocación humana, es un disector de cuerpos; un clarividente de órganos; un sujeto con una desterrada fascinación por encontrar secretos mitológicos encubiertos por las carnes y no advertidos en espíritus rebeldes obstinados en querer ser algo más de lo que se ha ofrecido como triste compensación por lo que somos: un hereje de sentires. Se es anatomista cuando se reta a la propia Naturaleza en su inmensidad de logros, cuando la curiosidad supera cualquier dato o cálculo dogmático que la ciencia haya osado refutar o aseverar en favor de sus propias contradicciones.

El Anatomista es, en sí mismo, un científico sin licencia para las doxas renuentes libradas por las religiones, pero con el aval epistémico suficiente para tocar, palpar, acariciar, trastocar, infringir cual bisturí sigiloso en ambiciones la vulva hinchada, molusca, extensible, de contracción extasiada de las que en tiempo atrás y quizá también como estocada taurina del presente, han sido catalogadas como los seres sin condición ni alma para entregarse y ser amadas en la emancipación orgásmica de sus sensaciones; las enjuiciadas como
viles responsables de la devastación del mundo (probablemente refiriéndose a la endeble voluntad del hemisferio varonil) y de todo cuanto mal de excusas banales se les atribuye a las mujeres, a las propias parias de aquel purgatorio disoluto en escapularios fetichistas, beatos infieles, caducos exorcismos y hermafroditas reivindicaciones.

No hay que olvidar que todo descubrimiento trae consigo una historia consecuente, el tiempo narrado en aciertos y equivocaciones; la potestad de lo invisible, la añoranza de una entrega; la frustración del asombro, la eutanasia de lo irreversible, la inanición de nuestras querencias.; en síntesis, un “Eureka” desahuciado. Mateo Colón confiaba en la historia, en el manejo escribano de la mujer, de sus inagotables ensayos de laboratorio.; todo ello antes de conocer la elipsis anatómica de Mona Sofía, la sexualidad siempre sugestiva al desencanto final, al goce sin porvenires,a la lujuria pérfida, al coito afrodisiaco localizado en las entrepiernas y que en medio de su frenética inocencia Mateo Colón concibió como Amor. Y es a partir de entonces cuando su ciencia comienza a trastabillar, a desvanecerse, cuando toda acción milagrosa de su oratoria se vuelve blasfemia para su defensa; cuando su fama vaticana se derrumba por el frote condicionado de un órgano, un botón, un capullo, su pesadilla prometida.

El Anatomista, por tanto, reconoce en su ciencia inexacta la búsqueda de sí mismo, la atención febril de aquel rostro esquivo, glacial, equidistante de la historia: el amor de las mujeres, la biblia de sus sensaciones, los profetas y escribamos de sus cuerpos, la Inquisición siempre sugestiva hacia el pecado donde se abandona. Quizá el amor more en todas partes; quizá no alberga ningún recinto. Es también probable que no exista y que sólo sea la metáfora simbólica de un músculo al cual llamamos corazón y que -como paradoja de la propia ciencia- ha sido concebido como represa de emociones y sentimientos jamás correspondidos. En torno a ello, Mateo Colón habría preferido ser quemado en la hoguera, que la Santa Inquisición dispusiera no de su descubrimiento, sino de aquello que no pudo descubrir ni ser develado jamás en la falacia de unos manuscritos que develaban un secreto: el rechazo advertido; la expulsión de su propio paraíso, haber abierto ese cofre de Pandora donde el Amor no es más que una palabra con cuatro letras, dos sílabas y un significado virulento.

Mientras, que el Anatomista siga enajenándose en ese desengaño que lo va sepultando lenta y sórdidamente; que su muerte se escriba con minúscula fuente como ahora y siempre habría querido ser recordado: en el propio harén del anonimato, sin lápidas que aminoren su pena.

América no ha sido aún colonizada…

Atamaica Mago.

A Octavio Paz


“DECIR HACER”
(Fragmento)

Los ojos hablan
Las palabras miran
Las miradas piensan
Los ojos se cierran
Las palabras se abren


¡Un capullo! Así es la poesía: se va abriendo como la flor al amanecer, el despliegue de unos pétalos acabados de emerger; el perfume embriagador del rocío; los colores proyectados hacia el infinito, el sereno hálito del pensamiento; la suavidad de unos lóbulos huérfanos, el dulce florecimiento de un porvenir advertido o incierto….¿Tocarte? ¡Imposible! Basta con contemplarte…
Pero a la vez, la poesía es espinosa: te habla mientras enmudeces; te sonríe mientras lloras, te desnuda en el abrigo del desamparo; te escucha estando sorda; te enciende mientras te apagas; te toca en tu sensualidad húmeda de roca; en tus emociones lejanas, de saturnos y abstracciones; te sueña cuando despiertas; danza mientras cojeas; calla mientras hablas; olvida mientras recuerdas…y entre esos fugaces momentos de realidades y ensoñaciones, cuando intentas tocar lo impalpable de su esencia; lo infinito de sus propias limitaciones, se disipa entre las cenizas de lo posible y los vestigios de lo imposible. Es un hacer y no hacer; un devenir en espiral, sin comienzos ni terminaciones.
Me hablas con los ojos porque es el lenguaje que devela tu alma; la dialéctica oculta de tu ser; el código manifiesto de tus ansias, tempestades y acciones, las pupilas emisarias y receptoras de todo lo que ves, descifras e interpretas del mundo que te rodea, de ese universo que simbolizas tú con todas sus constelaciones de heridos afectos y pensamientos impenetrables.
Labras con los ojos mi propio terreno de fertilidades; de preámbulos, deseos y manifiestos. Tus ojos son páginas para el encuentro y desencuentro; capítulos de historias infinitas y cortos párrafos de existencia. Tus ojos reflejan mi propio espejo de dichas y adversidades; un mundo bizarro que me habla de ti sin conversar jamás conmigo; que aparece y se desvanece; un monólogo con voces de fondo; que lacera y mitiga el dolor cuando tus miradas son pronunciadas y todo lo demás sobra…
Tus palabras me miran, me observan, me distraen, simulan ser ciegas… Ellas apuntan a mi propio ser; me disfrazan de valiente y cobarde; enérgico y débil; magnificándome en la pequeñez infringida de mi amarga y afable conciencia… una y otra vez…sufriendo y regocijándome en mi propia desdicha, en ese cadalso construido con el emancipado amor que ofrenda un condenado.
Las miradas piensan lo impensable; esperan lo inesperable; caminan inválidas; imaginan un mundo de entendimientos y realidades. Las miradas dicen lo que no es; o aquello que podría ser sin decirlo nunca. Un silencio duplicado: las miradas jamás hablan; cavilan ensimismadas en su propio menester de preguntas sin respuestas, de contestaciones amordazadas. Sé todo lo que dices porque tus miradas lo piensan; si acaso confesaras, jamás descifraría lo que tus ojos me ocultan y mis palabras eternamente te reclaman…
Tus ojos se cierran, exhaustos de tanto pensamiento; de tanto decir sin decirlo nunca; de una voz ahogada de soledades y miramientos. Ahora tus ojos son una bóveda íntima y secreta; una acertada y equivoca resonancia de mis propias revoluciones internas; de mis rebeliones taciturnas; de ese estandarte que proclama un sí y no indeciso y contrariado. Tus palabras se cierran en el día y se abren por la noche; donde nadie te ve; donde finalmente te conoces, desconoces y vuelves a reconocer…Tus ojos ahora duermen en el féretro de un porqué sin respuestas; de una breve eternidad hacia el umbral de lo que persiste, censuras y repruebas…
Las palabras se abren; ya no dicen; sólo se hacen…Como la poesía siempre fuiste, serás y eres: un sendero hacia lo desconocido; un abismo que conoce tus fondos, misterios y enigmas. Tus palabras se abandonan y recuerdan; vuelven a mentirme con verdades que sólo yo las hago sueño; alucinación, despertar y pesadillas… ¡Así eres tú, pérfida y amada Poesía!


Atamaica Mago

ATLÁNTIDA


Sinfonía oscura tu vientre
Terso Pentagrama maldito
Atlas de un continente ingrato
Remolinado de ausencias
Entre rostros bizarros y clandestinos.

¡Sos la Esfinge! me gritas
Desertando los roles de mi cuerpo
Entre afluentes de cáusticas nostalgias
Y arrecifes abatidos de silencios.

Surco los piélagos de tus labios,
Tifones lobregados de sahumerios
Y en ese suspirar siempre tuyo
Encuentro un jamás anhelo mío
Asfixiado de vendavales inciertos
Cuál táctil placer por lo prohibido.

Me devoras entre corales de besos
Mientras arroyo la salvedad de tu sexo…
Hacia el Norte anclado de mis pesares
Y ese Sur que me invita al desvelo.

Tomo la brújula del tiempo perdido
Vestigios borrados de mi memoria
Y aún así me veo trazando en la arena
Tu voz arrollada en el cántico del viento
Tus palabras oleadas de cobardías
Tu barca hundida en las honduras del recuerdo.


Atamaica Mago


ASÍ TE LLAMAN, COBARDÍA...


Me sabes a ausencias
A humo de cigarrillo
A estacas clavadas en un bar…

Me abandonas a tus deshoras
A tus tiempos breves y pasados
A tus pretéritos clandestinos
De risas, demencias y gemidos
Como hiena sin sexo
Celosa de orfandades.

Vas dejándome carne endeble,
Huesos putrefactos y mezquinos;
Ración del olvido estiércol
Cenizas y escorias
de un estigmático desvío.

De una tarde estéril
En fértiles días lozanos
Cuando aún eras mujer ¡Mi vida!
Esposada de omisiones
Peor que la dócil Muerte
Que hoy también te agoniza.

Te emito en pronombres
Tú, yo, yo, tú…
Jamás hablamos de dos:
Ambos, juntos, pertenencias
Y aún así te sentía ¡MÍA!
Sin ataduras, nombres
ni correspondencias.

Aún sigue latiendo en mí
Ese férreo vientre de glorias
Sobre mis oídos inquietos
Que no conocen otro sonido
Que tu voz en el silencio
Tu palpitar sordo
Tu incienso táctil
Tu tórrida mirada confundida.

Atamaica Mago

ATLÁNTIDA



ATLÁNTIDA


Sinfonía oscura tu vientre
Terso Pentagrama maldito
Atlas de un continente ingrato
Remolinado de ausencias
Entre rostros bizarros y clandestinos.

¡Sos la Esfinge! me gritas
Desertando los roles de mi cuerpo
Entre afluentes de cáusticas nostalgias
Y arrecifes abatidos de silencios.

Surco los piélagos de tus labios,
Tifones lobregados de sahumerios
Y en ese suspirar siempre tuyo
Encuentro un jamás anhelo mío
Asfixiado de vendavales inciertos
Cuál táctil placer por lo prohibido.

Me devoras entre corales de besos
Mientras arroyo la salvedad de tu sexo…
Hacia el Norte anclado de mis pesares
Y ese Sur que me invita al desvelo.

Tomo la brújula del tiempo perdido
Vestigios borrados de mi memoria
Y aún así me veo trazando en la arena
Tu voz arrollada en el cántico del viento
Tus palabras oleadas de cobardías
Tu barca hundida en las honduras del recuerdo.




ATAMAICA MAGO

SANTUARIO


¡Levita! Corazón maldito
Domesticado de orfandades;
Cuál ataúd enmudecido
Arrodillado de pesares.

Te busco en mis salmos insolentes
Mientras prefacio tus iniquidades;
De oraciones lapidosas,
Y exorcismos infames.

Me atavío de asfixiadas promesas
Enlutando los riscos de mi propia alma;
¡Mi farsa cariátide sombría!
¡Silenciosa, tan fingida!
como Yerma de espantos.

¡Sarcófago amor!
Que dragas en mis memorias;
Mausoleo vaporoso;
Que murmuras clandestino;
Tus penitencias compasivas,
Y mis pecados prisioneros.

Aún te comulgo despierta
En este impávido presente
Que me invita a descender
Hacia un abismo de quimeras
Y mientras te imagino, ¡sucumbo!
Me crucifico… dócilmente
Cuán marioneta que devela
El rostro suspirado de la muerte.


Atamaica Mago

PERFECTA


Me sueñas virgen
Dócil,
Intacta.
Y soy manantial
Corrupto
Claustro,
Vertiginoso
Ávida en deslices promesas
Promiscua subastada de ilusiones

Cómo hacer del sexo
La última palabra;
La primera luz umbría
Despertada de manifiestos.

Cómo fallecer al pronunciarte
Y respirar así tu mejoría;
Amargada de deseos, infartos
Virgen ante cualquier hecho
Que intuya el goce del pecado.

No acepto flores, regalías
Seducciones cifradas de arcanos;
Tabúes sostenibles en apariencias
Sentires insatisfechos de razones.

Quiero desvariar, ser POESÍA
Recluirme entre caricias pardas;
Ciega de extrañezas, señalamientos
Volverme muda mientras los demás hablan…

Que mi lengua sea corpórea
De mis senos hacer… ¡un alegato insomne!
Sin recompensas, ni herederos de triunfos
Que sólo esta ausencia resguarde mi nombre.

Quiero ser la sombra
De todo recelo, sospecha
Ese maculado índice de agravios;
Contorno renacer de toda culpa
Que ensaye la torpeza del amparo.

Lóbrega al amanecer
Nocturna en la alborada
Que los días pasen en el mañana
Y el después suspire los dotes del presente.
Atamaica Mago

SEXO IN VITRO


Manan de tus besos
Agrias fricciones
Que yerman en mi vientre
Soledades, silencios.

Distante platea
De mi boca a tu yerro
Del error, la fragancia
De lo fugaz, quimérico

Claustro mis manos
Crucifijo los recuerdos;
En bizarras manías
De soñar entre la nada
Sentidos, arrestos.

Destierro de mi pecho
La pasión, tu osadía
Y en contados fluidos
Ensalzo mi perfidia
Sonriéndote, pausadamente.

¡Gemidos taciturnos!
De un goce sordo y perfecto
Y así… vacila el destiempo
La tardanza, tu cobardía
La trova de una péndola
Que albacea mi desvelo.

Mi bocanada ocupa tu rostro
Hálito figurado de espectros
Y Al tocarme sin palparte… ¡Éxtasis!
Lucidez huérfana de vestigios ajenos.

Mis caderas… ¡Al desván!
Tus muslos… ¡Al destierro!
Y en ese ascenso de pieles
De transpirares, vaivenes
Levito en la borrasca congoja
De un despertar amnésicoConvicto de ensoñaciones.


ATAMAICA MAGO

EL ROSTRO INMISERICORDE DE LAS PIADOSA. (Dedicado a federico Andahazi)


Pronto se narrará la historia de aquello que jamás ha sido contado aunque, paradójicamente, el mundo ya conozca los desatinos de aquel desconcierto que provoca toda revelación anunciada. En contestación a ello, podría sugerir - sin afirmaciones que me contradigan - que lo único verdaderamente juzgable de la literatura es su afán por dejarse persuadir para no ser escrita desde sus adentros, en la monstruosa confesión de un engaño apadrinado…
En sueños arqueaba el desconsuelo por no terminar aquello que ya había empezado en incauta sugerencia por adentrarme hacia lo desconocido. Mientras leía, mis pausas intermitentes me invitaban a hojear como abanico entre mis dedos las páginas restantes de una novela cuya fascinación me impedía reconocer que, evidentemente, había sido embriagada por una especie de “brebaje prosaico” más hilarante que cualquier fuente de vida siempre paternal a los deseos enajenantes del vientre femíneo, reproductor y abortivo de todo.
No podía sostener la idea, ni siquiera con torpes malabares desatendidos, que la obra puesta sobre y entre mis manos acabaría por ser digerida con la convicción de un notable asesino cuya naturaleza malévola le demanda el gusto por evacuarse en la sangre prójima; en esa última exhalación pavorida de sus víctimas.; una recreada composición estética de la escena del crimen que expone culpables y no procederes, que recolecta pistas mas no las reconstruye aleatoriamente, justo allí donde el tiempo se extravía en indicios que la certeza termina devorando como Júpiter. Y ésa precisamente es la razón de este breve ensayo dedicado a la obra del escritor argentino Federico Andahazi titulada Las Piadosas; a esas ninfas que albergan la oscuridad del nirvana literario; a ese pacto con los arcángeles merodeadores del fracaso; los arlequines que le guiñan a la palabra, a la razón de una gloria inmerecida; a esa especie de suerte mofada manuscrita con la pluma de figurados lectores. Creí que el miedo era la peor felonía de un escritor; ahora comprendo que el temor es sólo una excusa para no desnudarse ante sus demás depredadores confrontando así el leviatán gótico de nuestro propio germen de vida: la existencia succionada en la vena erecta de los otros…
La obra Las Piadosas revela la biografía oculta de la propia literatura y su santísima deidad sediciosa de fraudes. No es sólo un relato que transcurre en el pasado, sino que como toda resonancia atemporalmente histórica que busca y se encuentra entre falacias de investigaciones, hace su entrada triunfal en el presente donde todos los que escriben de alguna manera se sienten inéditos a las oportunidades de develarse sin una reputación precedente que les confiera el derecho a hacerlo. Así, esta obra, de exquisito letargo erótico, se convierte en la pieza noctámbula de Andahazi donde la frustración le viste bien a la literatura seduciéndola hasta el pecado convincente, donde el resentimiento golpea las ganas de seguir escribiendo como el viajero que no se rinde ante la extenuada travesía ¿Es la fama sólo un botín desenterrado en la cabeza de muchos perdidos en sus propios anhelos? La terrible misericordia de esta obra podría ser la contestación a una plegaría jamás rezada por desprevenidos lectores. Las Piadosas se convierte, pues, en la reivindicación del otro lado que nadie ve ni conoce aún de la literatura: su goce perpetuo, su expresión desencajada, absorta en las gárgolas de las voces seudónimas.
Ni remotamente podría imaginar una reconstrucción literaria tan ingeniosamente armada como la percibida en Las Piadosas en el que su real protagonista (vuelvo a mencionar a la Literatura) no se halla reencarnado en las acciones de sus personajes -por el contrario- es invocado con exorcismos encubiertos en las ceremonias obradas por las ideas, las musas malditas, los pensamientos adormecidos en donde todo acto de inspiración manifiesta la renuncia del alma o la propia repulsión por la condición humana “…No hay nada más dudoso que la paternidad…”, decía Annette Legrand, un engendro de inteligencia abominable que Andahazi como buen albacea, custodia durante todo el trayecto de su obra porque en sus cartas se resume el eslabón perdido de los que escriben bajo el estigma de ser recordados celestinamente: la Literatura, en efecto, no guarda lazos consanguíneos; es bastarda en autorías y huérfana a toda adopción que ose editarla, vanagloriarse de sus cimientos, poseerla para después abandonarla, desatenderla o ser rechazada por su creador, progenitor, su semen desnaturalizado. Así nació Las Piadosas y entre sus páginas también se es testigo del bautismo espectral de otras célebres obras conjuradas en el éxtasis que provoca la comulgación de un secreto; la trasgresión de la norma, la ironía de las voces mórbidas, la eyaculación precoz del lenguaje censurado.
En Las Piadosas, el oficio de escritor es un cadalso suicida que lo convida a concebirse y reinventarse día tras día mediante la benevolencia crítica y abstinente librada por los otros, convirtiéndose así en esclavo, súbdito de su propia pluma y el de los ojos estilográficos de los asiduos lectores. John Polidori estaba convencido de ello; vendió su rastro de alma frustrada a condición de reproducirse en la posteridad como el Fausto que encuentra en su envidia volcánica un legado desengañado; el esperma impugnado de su Frankestein literario.
No es mi intención hablar bibliográficamente de esta obra, en realidad, nunca lo he hecho con ninguna otra y supongo que con ésta no cometí tal indiscreción siendo la primera novela que leo de Andahazi y -por supuesto- no la última. Mi propósito al escribir estas líneas, al reconstruir estos párrafos no ha sido otro que confesar mi admiración por la historia allí narrada que, dicho sea de paso, si fuese una incauta feminista, una lectora de ésas con tabúes para erigir que muros por derrumbar, me sentiría extraviadamente ofendida ¿Por qué? Supongo que porque no podría renuncia a su lectura cual goce que profesa una culpa secreta.

“…Quien escriba con ánimo de trascender se interna por mal camino…”

Byron, Claire, Percy, Mary, Polidori, las mellizas Legrand, Annette…(¡Annette!)..; todos ellos tienen un pasado que contar, un presente que confiar y un futuro develado. Dejemos, pues, que el lector viaje a Villa Diodati para reconstruir la historia donde todo final vibra infinidad de comienzos; donde la sexualidad perturba hasta el mutismo, allí justo en el vientre donde nace y muere la Poesía.
Abandono esta reseña. Dejo que los lectores –incluyéndome- descifren el sendero a seguir de la propia Literatura: quizá tomando la ruta advertida en señalizaciones; quizá perdiéndonos deliberadamente en sus palabras o pernoctando en la “cámara de los espíritus” donde muchos de nosotros en alguna ocasión hemos sido -forzados o no- a albergar compasivamente.
Atamaica Mago

Radiografía de mi Sylvia


Homenaje al escritor venezolano Valmore Muñoz Arteaga

Sylvia enviste sus andares en escamosas huellas hacia el olvido dactilar de tu nombre. Toda ella es cariátide del recuerdo; pérfido santuario de sombras que juega a saberse herida, simulada, convaleciente mientras se bifurcan las ansias del otro por yacer en los litorales de sus pechos, en las savias de sus fluyentes costas vaginales bebidas, saciadas, contenidas en la boca de quien osa nombrarla con esa fe maldita de poseerla en la obnubilada invención de su memoria donde el tiempo es sublime, amnésico a la pandemia de volver a reencontrase en esas temibles horas marcadas por la espera…
Sylvia despabila el insomnio, cuenta los tórridos gemidos de sus amantes empañando la letanía de sus transpiraciones; se ríe, goza, se silencia en ausencias multiplicadas por la volubilidad de su cuerpo que amamanta ninfas y dubitaciones; que ornamenta movimientos serpentinos, arremolinados en marejadas deseosas de placeres que no detienen su agitar violento –por el contrario- continúa su borrascosa irracionalidad contemplando la alucinación de un amante prensado a sus enigmas; interpelando con ojos adormecidos como demonios un orgasmo de paria siempre extranjero, prófugo, a la yerma esclavitud de dos cuerpos que se divorcian de sus almas desnudándose con el cáliz de sus sangres esparcidas en un pacto lacrado de ecos, blasfemias, promesas y traiciones donde la palabra es, fue y será un compromiso incierto que apuñala los deseos de quien en medio de su impotencia se cree con derecho a la ofrenda ajena; al sentir clandestino, a la oscuridad que tensa la aurora; a la levitación clarividente de la noche que encuentra su arrecife de lágrimas y desconsuelos en ella, la mujer, el demonio, el rostro bizarro.; simplemente Sylvia…
¿Qué lengua habláis, Sylvia? ¿Cuál será el arameo de tu voz y el pergamino de tu cuerpo? ¿Qué jeroglíficos palpitantes desdibujáis en mí con la pluma erecta de mi miembro que va marca sigilosamente la esfinge de tus tormentos; la muralla de tu sexo en espiral, acordeón, carcomido en llantos poéticos de un dolor que acompaña el transitar de una entrega siempre pospuesta; jamás advertida en invitaciones…?
Y eres un capullo, Sylvia, que se abre a la lóbrega profecía que empaña tu vientre, tus formas, tus andares, tus senderos abiertos al polen emanado de tu sexo en penetraciones; al néctar salivar que succiono enloquecido en todos los orificios donde el placer convida sin venia, sin renuencias, cediendo al juicio final de la muerte; el último festín de la entrega.
Y trepo a tus ramajes, Sylvia, columpiándome cual trapecista alucinado que encuentra el otoño de sus ansias y el invierno de tus pretensiones. Te deshojo, mujer, cierro los ojos y uno a uno abro los pétalos que marcan la primavera de tus muslos, el renacer de tu cuerpo dócil e indomable a la vez; y te ríes como pérfida hiena mientras el amor se suicida clavándose en un bar de esclavos y ruiseñores; siento el látigo de tu sexo flagelando el mío en un ritual profano donde repudiamos la imagen de Dios alguno, sólo el que tus labios conocen tendidos en la cama, en el cobertizo de nuestros insomnios, envueltos en el humo de un cigarrillo encendido como lámpara asfixiante de una habitación decorada como antesala hacia el purgatorio. ¿En qué círculo estará mi alma, Sylvia? ¿A qué paraíso infernal habrás emigrado sin conocerme?...
No sé en qué ermita alabarte y cuál mausoleo ofrecerte. Hoy, te veo frente a mí invisible, celada, pacida en soledades, taciturna como es tu trajinar sosegado de rincones en donde la noche se esparce risueña y el día fallece como el fénix. Me miras de espaldas y sonríes una cicatriz tatuada de mi nombre, ése que jamás recuerdas aunque lo pronuncies en súbito coraje de olvido renuente. Y ese desdoblaje tuyo es el que más amo, Sylvia: borrándome de la memoria para darme la oportunidad de escribirte de nuevo, de inventarte, acomodarte, poseerte en ese escritorio junto a la ventana, en la celosía de unas cortinas que danzan con la partitura del viento donde alguna vez fuiste mía entregándote al último cuerpo, donde siempre hubo una primera vez para amarte, odiarte, extrañarte y lanzarte al tacho de los recuerdos…
Quiero dejar de escribirte, Sylvia, pero prefiero ensayarte, desencontrarte, desconocerme...

Atamaica Mago