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Para los amantes del arte, de la producción, contribución, el sentir, la reciprocidad.; el propio manifiesto de las palabras, su hacerse contemplativo y la lectura de ideas. Un espacio para encontrarse, reencontrarse y perderse en el retorno. Un lugar ideado para la expresión sin condicionamientos ni tabúes...

domingo, 6 de marzo de 2011

Andanzas, sudaderas y calambres. En torno a la obra ¿De qué hablo cuando hablo de correr? del escritor japonés Haruki Murakami.


Enfrentarse con un texto que ha recibido más abucheos que aplausos ya crea sospechas y una predisposición a la crítica que sólo se inmuniza tomando el libro y leyéndolo. Pero esta vez el recelo no surgió como un indicador de influjos predecibles, de juicios a priori que en la mayoría de los casos construimos basados en las opiniones de otros, sino como una constatación de que los rumores tienden a ser los grandes anfitriones de banquetes perspica los cuales asistimos incautos y temerosos porque no sabemos si nuestra presencia causará revuelos o inadvertencias; si hemos acudido con el smoking adecuado, los zapatos lustrosos o el peinado de última moda (la terrible exposición ante la crítica). Pero lejos de llevarme una decepción por un platillo que pensé degustaría con mala cara, sucedió que esta lectura generó en mí una especie de extraña satisfacción que me asaltó imprevistamente porque esperaba el tropiezo o la caída que así me habían vaticinado. Y aunque aún no logro digerir el efecto náufrago del rescate, su enigma no me ha producido ningún malestar o vértigo estomacal –por el contrario- me obsequió un entendimiento inusual para quien no se considera atleta, pero sí una maratonista de campo corto preocupada por la contextura de sus producciones literarias.

Acto seguido a este intento de recensión desbocada, tomo una servilleta y apunto sobre ella el nombre de Haruki Murakami y el título de una obra que crispa en controversias “De qué hablo cuando hablo de correr” Una carrera contra el reloj de las postergaciones; una obra que adquirí dándole las gracias a las descargas electrónicas.

¿De qué hablo cuando hablo de correr? (TUSQUETS EDITORES; 2010), narra las experiencias del escritor japonés Haruki Murakami como prosista profesional y corredor de fondo; como atleta literario y maratonista que revalida constantemente su actividad física con el arte de escribir novelas. El convite de su lectura no estuvo nada mal muy a pesar del riesgo que se colgó al hablar de sí mismo –especie de ensayo autobiográfico- en una obra cuyas memorias escritas en una Hawái llena de contrastes y un Massachusetts de adiestramientos, suponen un retiro espiritual que desde la carrera, el trote, el esfuerzo físico y la fortaleza mental contribuye al estiramiento muscular de una reflexión que se desnuda en experiencias; que transpira las vivencias propias y las de otros que como él también comparten su afinidad y cotidianidad por recorrer cientos de kilómetros entre pensamientos vacantes y los vaivenes de las molestias, mientras va observando cómo el entorno jadea en imágenes que lentamente pasan en perspectivas. Un maratón que muchos lectores no estuvieron dispuestos a galopar en simpatías y recomendaciones porque su andar les resultó demasiado predecible, insulso y tedioso; porque saber de Haruki como persona, como ser humano no resulta atractivo ni fascinante, sobre todo, si presenta a su autor como un hombre resignado a su extenuación avejentada, donde su trayectoria es un remate por querer alcanzar la línea de meta en solitario.

Sin duda alguna, no es una obra de enganche, sino más bien de relevo, de circuitos que esperan la venida de otra nueva historia que compense su pronosticada despedida o ausencia. Tampoco podría compararse con sus antecesoras, pero hay pasajes donde la honestidad toca y hiere; donde correr no es un simple aguante de piernas, sino un viaje donde los calambres de la vida están en todas partes amenazando con desquitarse en contracturas y esguinces psíquicos al someter el cuerpo a límites irreconciliables. Arrancar con el cronómetro de la desesperanza, del transcurrir de los años que siempre lleva la delantera sobre la voluntad de nuestras ansias y anhelos, resulta desalentador porque ya la vitalidad reclama jubilarse y las piernas y la mente no dan para más agarrotadas por el trote del esfuerzo. No obstante, a través de correr (que para Murakami no es una obligación ni competencia, sino una escarpada de lo que sabe hacer mejor aparte de dar saltos largos y acelerar desde el fondo) significa batir récord de estímulos y motivaciones para continuar escribiendo, construyendo historias basadas en la satisfacción personal que ya le producen sus obras porque ha encontrado una razón para no tirar la toalla frente a una existencia agobiada de responsabilidades y apremios; de cuentas regresivas y marcas cada vez más adversas. Lograr hacerse de un espacio para dedicarse a otras actividades que igualmente habrían de inspirarlo y alejarlo del desasosiego, es correr largas distancias sin sombras ni temores, sin la creatividad en declive y el rendimiento apesadumbrado.; correr es encontrar la inspiración y empatía para escribir novelas con el talento, la concentración y templanza que se requieren, mucho más cuando se trata de desplazarse, examinar la calle, toparse con las miradas de extraños, rozar sus vidas, improvisar razones para seguir inhalando y exhalando energías evitando que la fatiga, esa toxina que linda entre el antídoto y veneno, lo fuerce a abandonar la competencia.

Quizá ya compartir el secreto no cause ninguna gracia; llega un momento en que se necesita mucho más que un soplo para escribir, y es allí cuando se reclama tiempo, esa libertad de las horas para poder hacerlo, la vuelta atrás de las manecillas, las nostalgias convertidas en buenos recuerdos. Y Murakami –obsesionado por la edad; descubriéndose como un caballo de carga más que de carrera- es consciente de que hay que cerrar ciclos en la vida para dedicarse a abrir otros comenzando desde cero. Lo hizo con el bar de jazz para consagrarse como novelista; se convirtió en corredor cuando el sedentarismo físico y emocional amenazaba con arruinar su vocación como escritor. Y la única disciplina válida para no desfallecer ante la práctica de la rutina inconsciente, es ajustar los ritmos de entrenamientos de la propia existencia; complementarlos, concebir un momento para el descanso y otro donde se debe apretar el paso; el cuerpo así lo reclama y la mente lo exige; donde el dolor es irremediable, pero el sufrimiento puede controlarse. La resistencia radica en la constancia y para correr, escribir, amar, gozar, es necesario sentir el padecimiento, adiestrar el cuerpo contra los embistes de la vida. Detenerse no es la opción; la retirada una posibilidad que siempre coquetea. Por esa razón, los atletas se abstraen en la carrera porque buscan un horizonte mudo para no flaquear en la última recta; porque el acto de escribir supone un abandono, un vistazo al abismo antes de desmoronarse.

¿Habrá llegado Murakami al ocaso de su carrera? Ciertamente no lo sé, eso resulta tan impredecible como los gustos de sus lectores; como el penoso culto idólatra e injusto que a veces le profesan a sus obras cuando por una mala racha ya anuncian un camino cuesta abajo, con el sensor de aterrizaje en emergencia. Y complacer a una pluralidad de pareceres nunca ha sido tarea fácil, sobre todo, cuando se ha decidido ser una figura pública donde el mínimo movimiento ya genera algún comentario. Y, paradójicamente, correr es el medio que encontró Haruki para alejarse del bullicio y la concurrencia; un bien íntimo, privado que desea siga permaneciendo en el anonimato. Con esta obra, se hace imposible; ha entregado la brújula de su propia vida siendo él su único Norte.

Para los lectores decepcionados con este texto, Murakami habla de “tomar cincel y martillo e ir picando poco a poco el suelo rocoso hasta abrir un profundo boquete…” Quizá “De qué hablo cuando hablo de correr” sea ese acto de perforar la tierra, abrir un gran orificio en sus sedimentos para reencontrarse con esa veta de manantial creativo que decidió darse de baja o exonerarse. En cualquier caso, colgar la sudadera es favorable para probar otras zancadas donde superarse sea la consigna y ganar o perder una suerte de ruleta echada. Huir también es una carrera; un maratón que ahora transcurre sin audiencia.