BIENVENIDOS

Para los amantes del arte, de la producción, contribución, el sentir, la reciprocidad.; el propio manifiesto de las palabras, su hacerse contemplativo y la lectura de ideas. Un espacio para encontrarse, reencontrarse y perderse en el retorno. Un lugar ideado para la expresión sin condicionamientos ni tabúes...

sábado, 26 de mayo de 2012

Elegía, de Philip Roth

“La muerte no es una batalla, es una masacre” Elegía. Philip Roth Hay una película que transcurre en el parabrisas de nuestros ojos. Recuerdos que se avivan cuando el sentimiento de abandono se adhiere a nuestro corazón como gotas de lluvia deslizándose en el ventanal empañado de nuestra memoria. Tristes imágenes que se van proyectando en nuestras mentes sin una contracción de felicidad que acompañe ese cortejo de soledades que ante el augurio de la muerte o la resignación de una atormentada vida, se disipan sus sombras con la esperanza de una pronta amnesia. Es en ese momento cuando la oscuridad se convierte en un estado de alerta, el preludio de una luz distinta al faro de la supervivencia. Y nos convencemos de que nada es perenne, excepto la certeza de que todo concluye sin una explicación que consuele nuestros temores. La premonición de la ausencia es el comienzo de la vida; despedirse, quizá, una estación destinada al desembarco del dolor por aquello que ya no está presente, por la tragedia de lo que no se es, nunca fue o se fingió ser; por el peso de una nostalgia aquejumbrada de anécdotas; de la muerte como conjuro de amarguras, relevos y derrotas. Un viaje fúnebre que se origina en la memoria, en los nichos del olvido, en ese cementerio del recuerdo donde las palabras son el reposo impotente de lo que no pudo pronunciarse en vida; del sentimiento anudado en la garganta convertido en lápidas de evocaciones morosas. Elegía, del escritor estadounidense Philip Roth, nos relata ese paradójico milagro que simboliza la muerte, entendida no como osamenta de orfandad ante la pérdida de un ser querido, sino como expiación de toda experiencia sensible que da origen al verdadero estallido de los remordimientos: verse reflejado en el cadáver del otro como repaso en transición de nuestra propia existencia. Ante el porvenir que es la muerte, y la reencarnación de todo tiempo pasado que es la vida, el protagonista anónimo de esta novela, un exitoso publicista con alma de pintor frustrado, desde el recuerdo de los otros y las murmuraciones del luto, se convierte en el prófugo de su propia vida, la cual describe llena de proezas inservibles, éxitos infecundos, un estado de salud permanentemente endeble; amistades reencontradas en la ocasión de la desgracia; el papel corrugado de una paternidad herida, de relaciones conyugales signadas por la pasión infortuna, por la desdicha de la vejez como malestar monogámico y venidero. Vivencias corroídas por el moho del tiempo, como si todas ellas se flamearan en el ardor de una vela al filo de una brisa que amenaza su apagar insomne.
Elegía, en sí misma, es una biografía de la Muerte, un mausoleo erigido para honrar los actos humanos que, acertados o no, siempre llegan a su fin a pesar de sus aplausos o duras sentencias. El recorrido por cada una de las páginas de esta obra da la sensación de una pérdida que puede de-construirse en el desamparo secreto del tiempo presente, de los sinsabores que dejan los recuerdos vistos desde la perspectiva de quien considera la vejez como la peor de las enfermedades endémicas. El clamor de las nostalgias, ese aferro al miedo y sus constantes signos de posesión y egoísmo, llegan a ensordecer a su protagonista, al punto de cuestionarse una y otra vez las consecuencias de sus actos, la honestidad o hipocresía de sus obras; la evocación de sus primeros encuentros con la muerte desde el asombro y conmoción de la infancia, y que durante el transcurrir de la historia dichas vivencias se van transformando en escenarios que desarrollan magistralmente el final de una vida, y el comienzo o tergiversación de otra librada en la psiquis de sus seres más allegados, e incluso, de los más fortuitos como la conversación que sostuvo nuestro protagonista con aquel sepulturero del cementerio judío quien le relataba con placidez los pormenores de un oficio que no admite postergaciones. Elegía está construida con una prosa decorosamente irónica, bien ornamentada; frases que destacan por la hostilidad de su franqueza, por la carga de realidad que sólo encuentra alivio en la esperanza de la ficción, en ese voto inconsciente que todo lector busca cuando una obra excava en su ser, apalea sus sentidos; provoca convulsiones en sus emociones; distorsiona los atajos, exorciza los arrepentimientos. Roth nos invita a naufragar, a exhalar el último aliento; a agudizar el poder de contemplación cuando la muerte y sus múltiples manifestaciones (la convalecencia, senectud, soledad, demencia, hastío, conformismo o monotonía) se ensañan en el placer audible de la incertidumbre y zozobra.

La más fiera de las bestias

Una habitación con paredes de baldosas azules, una luz tenue perturbadora, un hombre anclado en una silla sometido al interrogatorio de la tortura sin poder recordar su nombre y las circunstancias que lo llevaron a estar allí y no en cualquier parte; un médico chequeando su estado de resistencia para poder conducirlo al límite de la muerte; par de enfermeros que hacen las veces de guaruras llevando consigo toda clase de pastillas, e inyecciones que les suministran a sus pacientes condenándolos a una oscuridad sedada; un verdugo revistiendo sus preguntas entre risas y sádicas maneras de purgar las culpas ajenas extirpando con el dolor infringido en los cuerpos de sus víctimas la confesión de uno o varios crímenes cometidos en el haber de sus archivos delictivos. Acontecimientos que tienen lugar en un recinto ¿penitenciario? lejos de la ciudad, en los suburbios del anonimato; en una área hostil similar a los cubículos de un manicomio, a un guetto lleno de lunáticos o convictos; al purgatorio más próximo de un sistema judicial ilícito donde los que juzgan también son victimarios, los progenitores de “La más fiera de las bestias”, esa especie de mutación alcanzada por un hombre incapaz de invocar su pasado, duelo, identidad, memoria. “La más fiera de las bestias” (Ediciones Punto Cero; 2011), la más reciente obra del escritor venezolano Lucas García, nos relata una historia que nada tiene que envidiarle a las producciones cinematográficas de acción o hard-boiled hollywoodense, ya que, cuenta con uno de los aliados narrativos más alucinantes de la literatura: la concepción espectral de una ciudad engendrada en el útero de la discordia por intervención –si se quiere- quirúrgica del semen de la impunidad y violencia. Una obra magistral del crimen “desorganizado” en donde el complot, la traición, la avaricia y el oportunismo están a la orden del día en un mundo en el que la gente prefiere relegar de su realidad, flagelar sus remordimientos antes que luchar por unas derechos civiles ya inexistentes. Con un humor sobriamente gótico, con escenas en stop motion que revelan el arte de la transgresión humana en todas sus descriptivas y sabrosas imágenes alegóricas, García nos introduce en un mundo donde las entrañas emocionales están putrefactas de evocaciones amnésicas; una serie de hechos que tienen lugar cuando un hombre deseoso por recobrar su pasado con la vana intención de colgarse una identidad que cree honrará su patrimonio futuro, decide escapar de la prisión donde se encontraba cumpliendo su condena no sin antes liquidar a gran parte del personal médico y de seguridad que laboraba en dicho recinto con el propósito de reencontrarse con aquello que fue (o sigue siendo) y que ahora por simple intuición se niega a aceptar, aunque su cuerpo sí es capaz de dar pistas sobre su vida con cada movimiento marcial que ejecuta sin premeditación u orden alguna; con la terrible premonición de que quien quiera que fuese en ese distante más allá que no logra recordar porque olvidar su nombre también significa hallarse muerto en vida, lo único seguro es esto: la bestia dormida poco a poco va despertando de su aturdimiento siendo consciente de que en su presente sólo se ve a sí mismo repitiendo dantescas acciones que forman parte de lo que es y que pretende ignorar a través de esa falsificada licencia otorgada por el anonimato; por ese borrón y cuenta nueva que ahora es la página de su memoria pero que por una u otra razón no le permite ser un hombre libre. Y nuestro protagonista, alias “Chuck Norris” (apodo concedido por las técnicas marciales y postraumáticas que desarrolla como instrumento de defensa personal) se ve envuelto en varios asuntos relacionados con sicariatos, hurtos, extorciones, narcotráfico, ajuste entre pandillas, plomo parejo teniendo como escenario mortal una de las estaciones del Metro de Caracas, contrabando de armas, espionaje, develación de secretos militares.; entre otras operaciones de entrenamiento destructivo consideradas “al margen de la ley” pero que para su protagonista significan la consigna de aliento que le sobrevienen como interferencia psíquica: recobrar ese YO que le ha sido despojado por causa de los narcóticos, y el maltrato físico y verbal al que fue sometido durante un tiempo que ya no le pertenece. Y es que un nombre no es sólo un sustantivo, es la partida de nacimiento de lo que serás, las sílabas y articulaciones fonéticas de la existencia, una identidad con título de propiedad y no en estatus de damnificado. Carecer de dicho calificativo es dejar libres, a la intemperie, todos los demonios que llevamos dentro y que el protagonista de este relato va exorcizando durante todo la partida de la historia como un acto de contrición por los males y pecados que su olvido es incapaz de subsanar. Toda duda es más fuerte que la resignación. Es un horror transfigurado. Una novela dotada de un lenguaje desgarrador, con pausas acertadas que le inyectan más emoción a la atmósfera de tensión, pánico y desasosiego que como lectora fui descubriendo en cada pasaje, en cada uno de los diálogos empuñados de sangre, padecimientos; de una tristeza blindada por la ira reflejada en un hombre, un sistema, esa pérdida mental que sufre la sociedad al sentirse incapaz de detener la ola de control y poder inescrupulosos del propio Estado y su engendro primogénito, la delincuencia. La locura en estos tiempos que corren es un negocio lucrativo; salvar lo que somos, impedir el exterminio de nuestra ciudadanía es un acto de gallardía a los que pocos o casi nadie ya le apuestan. Resta que el lector descubra de qué se trata toda esta historia; qué otras revelaciones aguardan; con qué clase de sorpresas ¿o bombas? podrían toparse a lo largo y ancho de todo el trayecto narrativo; en esa búsqueda de un nombre, un apellido, una vida que vale los sacrificios que al instante podrían resultar o no la más decepcionante y engranada de las estafas. Finalmente, ¿el averno o paraíso? Quizá estamos ya en un abismo vertical sin darnos cuenta. Maravillosa lectura cincelada por un joven y extraordinario escritor como lo es Lucas García. Una gráfica en zoom y perspectiva de esta metrópolis de ciudad disfrazada de urbanismo y que en algún momento reconocimos como Caracas.

Memoria latente de una curiosidad impúdica

La historia de mi biblioteca personal es la memoria latente de una curiosidad impúdica. Recuerdo mis siete años escalando cada tramo de ese anaquel de sueños con el propósito de alcanzar ese libro prohibido que mi madre había colocado en el último escalafón de imaginarios posibles desconfiando de mi apuesta innata hacia todo aquello que me resultase sugestivo; frenando mis impulsos por indagar cada centímetro sensorial de los espacios vedados; controlando mis dosis elevadas de ansias, mi precoz turbación y ese trémulo placer que me invadía al salir airosa de mi hábil fechoría, aunque semanas después el encanto llegaría a esfumarse cuando mi supuesto escondite secreto fuera descubierto a escobazos por mi madre. Debajo de la cama sólo puede ocultarse el polvo. Linterna en mano y con un cojín pequeño para apoyar mi barbilla, podía pasarme horas y horas leyendo aquella enciclopedia colosal sobre Educación Sexual, cuyas ilustraciones cebaban las premoniciones de mi madre que finalmente se hicieron realidad: soy una lectora subversiva e incorregible. Pero ese libro fue sólo un encuentro fortuito con la lectura, uno de esos comienzos novicios que se agradecen porque me animaron a aventurarme en otras inolvidables travesías que realmente llegué a disfrutar mucho más, como fueron mis recorridos palmo a palmo por las páginas de La Celestina, La verdad sospechosa, La esfinge de los hielos, Los viajes de Gulliver, Robinson Crusoe, Fuenteovejuna, La Iliada, La Odisea, La Eneida, Las farsas y obras cómicas de Moliére, Alicia en el país de las maravillas, la colección de textos de Bohemia y otras tantas obras más que no seguiré enumerando porque no es justo pecar por omisión debido a una memoria infame. Mi biblioteca es un legado materno que me rehúso a sustituir porque la nostalgia facturaría con creces los pagarés de mi corazón y descolgaría esa especie de banderín de conquista que en aquella oportunidad pude izar una vez alcanzada la cima para luego descender sus escarpadas con una ofrenda inmortal que me acompañará hasta la extinción de mis días: el gozo de la lectura; el asomo por la celosía de otras vidas. Por causa y efecto de vivir en un departamento, el factor espacio limita mis deseos de expansión bibliotecaria, no obstante, en el seibó de mi habitación guardo otros entrañables tesoros que a pesar de su aparente condición de damnificados, forman parte importante de mis afectos, alegrías, complicidades e ilusiones. Mi biblioteca es un puerto, una estación, un terminal que ha experimentado el tránsito de muchos libros con rumbo hacia otros destinos conocidos o inusitados (sobre todo, cuando se prestan). Un malecón en donde he contemplado el arribo y despedida de obras que se convirtieron en inmigrantes de la palabra hospedándose en esos camarotes que alguna vez otros textos ocuparon, pero que finalmente decidieron abandonar el nido para encontrarse con la caricia y el paladar inventivo de otros lectores. Mi biblioteca no es tanto una historia de conocimiento como de descubrimiento. Lo que me induce a leer no es la búsqueda del saber, ni la colección frenética de un libro, sino el pálpito de la exploración; la química que se activa entre un libro y yo cuando nos topamos no por mera casualidad en la repisa o estantería de una librería. En definitiva, creo que los lectores tarde o temprano nos (re) encontramos con esas obras que por factores económicos se nos escaparon; que vuelven a nosotros en el momento que menos lo sospechamos bautizándonos de nuevo. Y mi biblioteca, como una patria sin pasaporte, prórroga ni extradición, espera la llegada de otros libros; la partida de los que se mudan pero cuyas historias jamás nos abandonan.

EL ECOGRAMA DE UNA CIUDAD RABIOSA

“Hay un conocimiento descuidado de la ciudad. Y la seguridad personal, la integridad ciudadana, se ha visto afectada, en mayor o menor mordida, por ese desacato conformista de retratar nuestros espacios públicos, nuestras esencias íntimas, en la disléxica obsesión de consentir la violencia como patrimonio febril de la cultura venezolana” “Es la ciudad la copa de un hogar derramado” “En Caracas no hay hospedaje sino la vacante de un asilo” Atamaica Mago “Fue cerrar, como las puertas del vagón, esa ventana que le dejó todo el zumo agrio del lado de adentro del corazón” “Caracas muerde”, Héctor Torres. Sábado: 2:00Pm. Salida del departamento con la penumbra del sol a cuestas. Calles vacías, transeúntes insolados; tráfico lento por la impaciencia de unos 40 grados que calcinan los ánimos de sus habitantes quienes consideran al sol como el malandro más peligroso a esa hora en la ciudad. Autoconvencimiento para abandonar el fortín habitacional de 18BTU y tapizados en papel ahumado con rumbo a la calle. 15 minutos estacionada en la acera de la circunvalación Nº 2, diagonal al hotel cinco estrellas de anónimo conocimiento público, esperando la llegada de cualquier medio de transporte –llámenosle- el roer metálico, placa crisis, de cuatro ruedas que habría de conducirme hacia mi lugar de destino: La Librería Nacho ubicada en el Centro Comercial Babilón Sur de la ciudad de Maracaibo. ¿Referencia? Cines, Ferias de Comidas, Iguana Shop, Zapato Grande y el siempre desabastecido Bicentenario. Consejo para novatos de la zona y turistas incautos: no mencionen la palabra “Librería”, podrían extraviarse. Luego de una angustiosa espera a la sombra de un árbol de tronco estriado y ramajes secos, llega un carrito por puesto de línea pirata, cuya puerta trasera sólo abre por dentro. Ante el truco de accionar una especie de manija hecha de un cuarto de cabilla cubierta con una manguera, logro por fin abrir la puerta e ingreso con el acostumbrado buen semblante de la cordialidad a oídos sordos. “Buenas tardes” –digo- pero nadie responde. Sólo me encuentro con el choque de unas miradas perplejas, cansadas, transpiradas, cuyos mensajes visuales filtrados de cortos circuitos (amén del racionamiento eléctrico) me dieron a atender que mi saludo estaba totalmente fuera de foco. Es lógico –pensé- con este calor cometí el error de esperar que las personas movieran sus mandíbulas para articular una respuesta que ni de chiste compartían. Cinco minutos después, anuncio mi parada, entrego el dinero del pasaje y bajo de la unidad con la sensación de haber abandonado un criollísimo baño turco. Llego a la Librería Nacho ubicada en una zona estratégica del centro comercial: primera entrada, lado derecho de las puertas automáticas. Vitrinas pulcrísimas donde se exhiben las novedades en textos de autoayuda así como también los Bestseller más sonados de la movida lectora. Entro y comienzo mi acostumbrado recorrido por los anaqueles situados de lado izquierdo del local. Visualizo cinco empleados con sus chemises en tono verde mostrando la atención mímica como comisión de bienvenida para el cliente. El monólogo sigue siendo mi búsqueda. Durante mi tránsito, me topo con interesantes libros en oferta, entre los que destaco autores como Pamuk, Philip Roth, Umberto Eco, Vargas Llosa, entre otros; y una selectiva variedad de textos de nuestros escritores venezolanos contemporáneos. No es una mala noticia, considerando el papel de esta librería como distribuidora de textos y materiales escolares. Me detengo en una de las estanterías al encontrarme con un libro cuya sugestiva portada, el grafiti de un perro mordisqueándose la cola, me hace esbozar una sonrisa. Se titula: Caracas muerde (Ediciones Punto Cero; 2012. 174 págs.), escrito por el narrador y amigo Héctor Torres. No voy a ocultar mi alegría y satisfacción al tomar entre mis manos ese compendio de historias que pude disfrutar hace tiempo atrás en el portal Prodavinci (http://prodavinci.com/) y que ahora las hallo reunidas en un libro a cuya editorial le profeso mi más sincera gratitud y confianza por publicar autores cuyas plumas no me han defraudado. De inmediato, y con la idea exagerada de que podría agotarse su existencia (no tengo remedio: soy maracucha), no esperé un segundo más y me dirigí corriendo a la caja, cancelé el pedido y salí de la librería con dirección al supermercado, no sin antes detenerme en la puerta de entrada para destapar la bolsa, quitarle el envoltorio plástico al libro y comenzar a leer esas primeras líneas de unas crónicas que vaticiné no me defraudarían. Y, en efecto, no lo hicieron. A Héctor le comenté que su libro está lleno de magia. Un don sensible difícil de explicar en tiempos en que la ciudad se hace eco de la violencia, y el sentir ciudadano goza de una frigidez que asombra y despecha con la misma cadencia con que nos duelen las cosas más queridas. Un hechizo que me atajó en la larga cola de la caja del supermercado donde la gente desesperada por salir, por llevarse los productos de la cesta básica, por competir en aras de adquirir un litro de aceite o un kilo de leche en polvo, es capaz de enseñar los dientes, afilar las garras, rasgarse en ofensas, dentellar miedo, salivar rabia para así mitigar el dolor de cargar con la joroba de la soledad y el olvido a cuestas. Una dádiva. Eso es Caracas muerde. Un bonita sorpresa en medio de la ola de impotencias y agravios que destila el ambiente cuando las personas hastiadas de tanta espera, de la lentitud de la cajera, del pago con cesta tickets, de la tranca de la caja registradora, de la viveza criolla, de negarles el derecho a llevarse más de dos productos y de paso obligarlos a enseñar la cédula; de la poca efectividad de los aires acondicionados, del bullicio, la escasez de alimentos, la inflación en los precios, el racionamiento eléctrico, del gobierno.; en fin, de la calidad de vida de una ciudad, de un sistema social que sólo garantiza precariedades, supeditación, saña y privaciones, deciden sacar las garras, rechinar los dientes, salivar miedo, gruñir, embestir, morder como acto de defensa, como cedulación de una identidad perdida, desnaturalizada o en peligro de extinción.
Caracas muerde logró abstraerme de toda esa hilera de duelos y reproches cuyo tráfico humano se hacía cada vez más grande excavando poco a poco los túneles de ese infierno personal que cada uno de nosotros llevamos dentro; pero que a pesar de todo supo iluminar el corazón de una persona que, hallándose a unos cuantos metros delante de mí, me hizo señas para que pasara adelante cediéndome su puesto (Yo sólo llevaba un pie de limón en brazos y mi libro, por supuesto). No obstante, en esta recelada ciudad donde todo gesto amable o epifanía ciudadana es sinónimo de resentida sospecha, es preferible hacerse oídos sordos para evitar que una avalancha de insultos termine por inhumarnos. Pero el señor insistía en su encomienda cívica, exclamando a todo pulmón que “una chica que lee en la cola de un supermercado no lleva la angustia de la prisa, merece pasar primero” E igualmente increíble fue encontrar la aprobación casi al unísono de todos los presentes quienes también asintieron que pasara primero, que no había ningún problema. Después de negarme muchas veces a tal solicitud y recibir una insistencia como respuesta, finalmente terminé accediendo, agradeciéndole al señor y a las demás personas sus consideraciones y respetos, topándome con un guiño cómplice o la sonrisa leve de los que bajan la guardia y relegan la tentación de los aullidos de la queja. Al salir del centro comercial, concluí que “los libros como la música amansan a la más fiera de las bestias” Y precisamente Caracas Muerde se presenta como un diario lleno de sabrosos contrastes, una bitácora rural y visceral de la vida caraqueña (gentilicio usado sólo como sello ficcional porque es el común denominador de todas las demás ciudades y las vicisitudes o fortunas vividas por sus pobladores) que intenta redimir las historias de personas que hacen las veces de personajes y viceversa; de individuos que no pertenecen al universo bidimensional de las planas de sucesos, o los crímenes sensacionalistas ocurridos en el país, sino que detrás de esos relatos del quehacer cotidiano existe una biografía, una vida, una historia familiar que muchas veces pasa desapercibida porque no se hace cómplice ni vocera de los acontecimientos sangrientos del morbo informativo, del jadeo convulsivo de una sociedad alucinada en fabricar noticias irascibles, desmembradas de toda posibilidad de diálogo y empatía con el otro –incluso- con nosotros mismos. Crónicas de una guerra silenciosa, de una bomba de tiempo que ya detonó en el sentir de sus habitantes, en esos corazones minados de nostalgias e impotencias. Historias que no por ser relatadas con dolor, crudeza, ardor y luto dejan de tener su toque de esperanza, de fe en lo posible a pesar de la anarquía del miedo, el poder legitimado del caos, los subsidios del resentimiento, el pran curricular de la violencia. Porque Caracas es la placenta ficcional de un país convaleciente que ya no acepta más radiografías de su enfermedad vertebral, sino un ecograma de sus síntomas más perversos. Y por esa razón, la obra Caracas muerde lleva a cabo un sondeo gráfico, descriptivo, minucioso, agudo, perspicaz, sensible, del día a día de nuestros personajes caraqueños; de esos seres humanos que salen a ganarse el pan del día a día con la única plegaria de poder regresar a sus casas sin otra desazón para el arrepentimiento; ese retornar abatido a un búnker de cuatro paredes, portón eléctrico, rejas metálicas y garita de vigilancia residencial (eso cuando la suerte monetaria aún acompaña a los que han emigrado de las entrañas de la ciudad) que en otro lejano tiempo se llamó hogar y ahora goza del confort del enclaustramiento. Y es que el recorrido por las treinta crónicas que compendia esta obra, marca un punto de fuga en la conciencia de sus lectores –sin tildes aleccionadores o recetas de autoyuda- para poder visualizar, comprender, hasta qué punto la violencia se ha regenerado como oferta homicida, delictiva, corrupta de una ciudad que se desangra de nostalgias, que no cesa en recibir las nuevas víctimas de las bases criminalísticas registradas el fin de semana; que trabaja tiempo completo no en la morgue sino como morgue; que acelera cada día más el paso de sus habitantes; que no da chance para maravillarse con El Ávila o Parque del Este porque la vista y todos los demás sentidos han sido entrenados, reclutados, uniformados, alertados para la autodefensa y el ataque.; porque en Caracas sólo hay que estar pendiente de sí mismo y agradecer cuando la tragedia toca la puerta de otras almas esquivando la nuestra, haciendo girar nuevamente el tambor de esta arma de doble filo de una capital que juega diariamente a la ruleta rusa. Héctor Torres, como así lo daría a conocer en una entrevista: “No quiere dar lecciones de vida” Y, en efecto, estas crónicas no tienen la pretensión de dictar cátedra de cómo desenvolverse en Caracas, de cómo convertirse en un ejemplo ciudadano ni tampoco enseñar a cuidarnos, a engañar a la muerte cuando ésta siempre advierte o improvisa su papel histriónico en escena. Estas historias están concebidas para que cada uno de nosotros, los que nos atrevemos a abrir sus páginas, hagamos una lectura reflexiva de cómo la violencia se ha cosido en las vidas de unos personajes que han sido pateados, humillados, insultados, escupidos, ultrajados en las calles caraqueñas, en los vagones del Metro, en la estación de servicio o en una cauchera cualquiera; en ese bar con el pálpito del asalto a cuestas, en los baños de un centro comercial, en las instancias policiales, en las alcabalas y operativos improvisados, en ese ejército popular de nuestra bautizada delincuencia, en la esquina de la casa, en un puesto de periódicos, en las plazas y parques públicos, en el asiento de un taxi, en el estacionamiento de un local comercial, en unos bloques habitacionales.; en la vida, la corazonada, la urgencia y las costuras de una penosa certeza sin valores ni benevolencias. Y es que para leer la ciudad, es necesario narrarla, escucharla, palparla, sentirla, y de esa manera evitar que la realidad nos time con sus pequeños oasis con camisas de fuerza. Historias como “Cuando el demonio lo llame a escena” (pág. 157) donde Alberto baja la Santamaría del miedo y se encomienda al escapulario de una pistola para liquidar a un demonio apodado “El Bemba” y luego escuchar los susurros infernales de la Muerte que lo ha elegido como su próxima marioneta de esa República purgatoria conocida como 23 de enero; “Sobre el estelar segundo veintiuno” (pág. 25) en el que la escena de un asalto da cuentas de que en este país nadie quiere ser testigo y mucho menos dar testimonio de la desgracia ajena, y por esa razón bajan la mirada, le suben el volumen a sus audífonos, fingen taparse el rostro, ojean el periódico o usan como retrovisor sus pensamientos cerrando otro capítulo delictivo que a diario se repite en Caracas, y en el que por esta vez, sólo por esta vez los librados del mal desempeñaron el papel de actores de relleno; o ese respiro que nos da “El apartamento de Altavista” (pág. 81) que cierra con una maravillosa y noble sentencia en la que “Sabiduría, llaman a esa capacidad de recordar lo bueno y lo malo, y de encontrar siempre la manera de quedar con saldo a favor” Caracas muerde está equipada de sorpresas. Una muy entretenida lectura que eriza la piel y sacude la desidia emocional de los que hasta ahora se ¿o nos? dedicamos a mirar hacia otro lado. Esta obra posee todo un armamento narrativo para el disfrute de sus lectores y cuyas historias de seguro ya no pasarán inadvertidas porque han sido contadas desde la pluma de un escritor que siempre ha auscultado la ciudad en todos sus rincones y pasadizos secretos. Si usted quiere saber cómo el miedo adopta distintas formas, como la de una bala, chuzo, tubo, cañones de guerra en formato portátil, motoserpientes, puñetazos con fanaticada incluida, choques vehiculares, ruido, ajetreo de bocinas, la valentonada alcohólica, los porros maniáticos, en sí, la cheveridad desbocada, hágase el favor de dejarse morder por estas treinta crónicas en las que el dolor bien obrará como recompensa. Mientras, seguiré haciendo cola, tropezándome con esos pequeños milagros que me salvan el día.