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BIENVENIDOS
Para los amantes del arte, de la producción, contribución, el sentir, la reciprocidad.; el propio manifiesto de las palabras, su hacerse contemplativo y la lectura de ideas. Un espacio para encontrarse, reencontrarse y perderse en el retorno. Un lugar ideado para la expresión sin condicionamientos ni tabúes...
martes, 26 de marzo de 2013
Blog de Valmore Muñoz Arteaga: Del Diario del Hombre Invisible
Blog de Valmore Muñoz Arteaga: Del Diario del Hombre Invisible: Tercera carta culinaria a la Divina: la fresa Deliciosa y venerada Divina, mi señora: Espero que tu petición a escribir sobre...
viernes, 7 de septiembre de 2012
domingo, 10 de junio de 2012
Las Voces del Silencio: JOSÉ FRANCISCO ORTIZ.
Las Voces del Silencio: JOSÉ FRANCISCO ORTIZ.: BEETHOVEN Robert Doisneau (1912-1994). Fotógrafo francés. Llueve y en los techos hay un porvenir viajero...
sábado, 26 de mayo de 2012
Elegía, de Philip Roth
“La muerte no es una batalla, es una masacre”
Elegía. Philip Roth
Hay una película que transcurre en el parabrisas de nuestros ojos. Recuerdos que se avivan cuando el sentimiento de abandono se adhiere a nuestro corazón como gotas de lluvia deslizándose en el ventanal empañado de nuestra memoria. Tristes imágenes que se van proyectando en nuestras mentes sin una contracción de felicidad que acompañe ese cortejo de soledades que ante el augurio de la muerte o la resignación de una atormentada vida, se disipan sus sombras con la esperanza de una pronta amnesia. Es en ese momento cuando la oscuridad se convierte en un estado de alerta, el preludio de una luz distinta al faro de la supervivencia. Y nos convencemos de que nada es perenne, excepto la certeza de que todo concluye sin una explicación que consuele nuestros temores.
La premonición de la ausencia es el comienzo de la vida; despedirse, quizá, una estación destinada al desembarco del dolor por aquello que ya no está presente, por la tragedia de lo que no se es, nunca fue o se fingió ser; por el peso de una nostalgia aquejumbrada de anécdotas; de la muerte como conjuro de amarguras, relevos y derrotas. Un viaje fúnebre que se origina en la memoria, en los nichos del olvido, en ese cementerio del recuerdo donde las palabras son el reposo impotente de lo que no pudo pronunciarse en vida; del sentimiento anudado en la garganta convertido en lápidas de evocaciones morosas.
Elegía, del escritor estadounidense Philip Roth, nos relata ese paradójico milagro que simboliza la muerte, entendida no como osamenta de orfandad ante la pérdida de un ser querido, sino como expiación de toda experiencia sensible que da origen al verdadero estallido de los remordimientos: verse reflejado en el cadáver del otro como repaso en transición de nuestra propia existencia.
Ante el porvenir que es la muerte, y la reencarnación de todo tiempo pasado que es la vida, el protagonista anónimo de esta novela, un exitoso publicista con alma de pintor frustrado, desde el recuerdo de los otros y las murmuraciones del luto, se convierte en el prófugo de su propia vida, la cual describe llena de proezas inservibles, éxitos infecundos, un estado de salud permanentemente endeble; amistades reencontradas en la ocasión de la desgracia; el papel corrugado de una paternidad herida, de relaciones conyugales signadas por la pasión infortuna, por la desdicha de la vejez como malestar monogámico y venidero. Vivencias corroídas por el moho del tiempo, como si todas ellas se flamearan en el ardor de una vela al filo de una brisa que amenaza su apagar insomne.
Elegía, en sí misma, es una biografía de la Muerte, un mausoleo erigido para honrar los actos humanos que, acertados o no, siempre llegan a su fin a pesar de sus aplausos o duras sentencias. El recorrido por cada una de las páginas de esta obra da la sensación de una pérdida que puede de-construirse en el desamparo secreto del tiempo presente, de los sinsabores que dejan los recuerdos vistos desde la perspectiva de quien considera la vejez como la peor de las enfermedades endémicas.
El clamor de las nostalgias, ese aferro al miedo y sus constantes signos de posesión y egoísmo, llegan a ensordecer a su protagonista, al punto de cuestionarse una y otra vez las consecuencias de sus actos, la honestidad o hipocresía de sus obras; la evocación de sus primeros encuentros con la muerte desde el asombro y conmoción de la infancia, y que durante el transcurrir de la historia dichas vivencias se van transformando en escenarios que desarrollan magistralmente el final de una vida, y el comienzo o tergiversación de otra librada en la psiquis de sus seres más allegados, e incluso, de los más fortuitos como la conversación que sostuvo nuestro protagonista con aquel sepulturero del cementerio judío quien le relataba con placidez los pormenores de un oficio que no admite postergaciones.
Elegía está construida con una prosa decorosamente irónica, bien ornamentada; frases que destacan por la hostilidad de su franqueza, por la carga de realidad que sólo encuentra alivio en la esperanza de la ficción, en ese voto inconsciente que todo lector busca cuando una obra excava en su ser, apalea sus sentidos; provoca convulsiones en sus emociones; distorsiona los atajos, exorciza los arrepentimientos. Roth nos invita a naufragar, a exhalar el último aliento; a agudizar el poder de contemplación cuando la muerte y sus múltiples manifestaciones (la convalecencia, senectud, soledad, demencia, hastío, conformismo o monotonía) se ensañan en el placer audible de la incertidumbre y zozobra.
La más fiera de las bestias
Una habitación con paredes de baldosas azules, una luz tenue perturbadora, un hombre anclado en una silla sometido al interrogatorio de la tortura sin poder recordar su nombre y las circunstancias que lo llevaron a estar allí y no en cualquier parte; un médico chequeando su estado de resistencia para poder conducirlo al límite de la muerte; par de enfermeros que hacen las veces de guaruras llevando consigo toda clase de pastillas, e inyecciones que les suministran a sus pacientes condenándolos a una oscuridad sedada; un verdugo revistiendo sus preguntas entre risas y sádicas maneras de purgar las culpas ajenas extirpando con el dolor infringido en los cuerpos de sus víctimas la confesión de uno o varios crímenes cometidos en el haber de sus archivos delictivos. Acontecimientos que tienen lugar en un recinto ¿penitenciario? lejos de la ciudad, en los suburbios del anonimato; en una área hostil similar a los cubículos de un manicomio, a un guetto lleno de lunáticos o convictos; al purgatorio más próximo de un sistema judicial ilícito donde los que juzgan también son victimarios, los progenitores de “La más fiera de las bestias”, esa especie de mutación alcanzada por un hombre incapaz de invocar su pasado, duelo, identidad, memoria.
“La más fiera de las bestias” (Ediciones Punto Cero; 2011), la más reciente obra del escritor venezolano Lucas García, nos relata una historia que nada tiene que envidiarle a las producciones cinematográficas de acción o hard-boiled hollywoodense, ya que, cuenta con uno de los aliados narrativos más alucinantes de la literatura: la concepción espectral de una ciudad engendrada en el útero de la discordia por intervención –si se quiere- quirúrgica del semen de la impunidad y violencia. Una obra magistral del crimen “desorganizado” en donde el complot, la traición, la avaricia y el oportunismo están a la orden del día en un mundo en el que la gente prefiere relegar de su realidad, flagelar sus remordimientos antes que luchar por unas derechos civiles ya inexistentes.
Con un humor sobriamente gótico, con escenas en stop motion que revelan el arte de la transgresión humana en todas sus descriptivas y sabrosas imágenes alegóricas, García nos introduce en un mundo donde las entrañas emocionales están putrefactas de evocaciones amnésicas; una serie de hechos que tienen lugar cuando un hombre deseoso por recobrar su pasado con la vana intención de colgarse una identidad que cree honrará su patrimonio futuro, decide escapar de la prisión donde se encontraba cumpliendo su condena no sin antes liquidar a gran parte del personal médico y de seguridad que laboraba en dicho recinto con el propósito de reencontrarse con aquello que fue (o sigue siendo) y que ahora por simple intuición se niega a aceptar, aunque su cuerpo sí es capaz de dar pistas sobre su vida con cada movimiento marcial que ejecuta sin premeditación u orden alguna; con la terrible premonición de que quien quiera que fuese en ese distante más allá que no logra recordar porque olvidar su nombre también significa hallarse muerto en vida, lo único seguro es esto: la bestia dormida poco a poco va despertando de su aturdimiento siendo consciente de que en su presente sólo se ve a sí mismo repitiendo dantescas acciones que forman parte de lo que es y que pretende ignorar a través de esa falsificada licencia otorgada por el anonimato; por ese borrón y cuenta nueva que ahora es la página de su memoria pero que por una u otra razón no le permite ser un hombre libre.
Y nuestro protagonista, alias “Chuck Norris” (apodo concedido por las técnicas marciales y postraumáticas que desarrolla como instrumento de defensa personal) se ve envuelto en varios asuntos relacionados con sicariatos, hurtos, extorciones, narcotráfico, ajuste entre pandillas, plomo parejo teniendo como escenario mortal una de las estaciones del Metro de Caracas, contrabando de armas, espionaje, develación de secretos militares.; entre otras operaciones de entrenamiento destructivo consideradas “al margen de la ley” pero que para su protagonista significan la consigna de aliento que le sobrevienen como interferencia psíquica: recobrar ese YO que le ha sido despojado por causa de los narcóticos, y el maltrato físico y verbal al que fue sometido durante un tiempo que ya no le pertenece.
Y es que un nombre no es sólo un sustantivo, es la partida de nacimiento de lo que serás, las sílabas y articulaciones fonéticas de la existencia, una identidad con título de propiedad y no en estatus de damnificado. Carecer de dicho calificativo es dejar libres, a la intemperie, todos los demonios que llevamos dentro y que el protagonista de este relato va exorcizando durante todo la partida de la historia como un acto de contrición por los males y pecados que su olvido es incapaz de subsanar. Toda duda es más fuerte que la resignación. Es un horror transfigurado.
Una novela dotada de un lenguaje desgarrador, con pausas acertadas que le inyectan más emoción a la atmósfera de tensión, pánico y desasosiego que como lectora fui descubriendo en cada pasaje, en cada uno de los diálogos empuñados de sangre, padecimientos; de una tristeza blindada por la ira reflejada en un hombre, un sistema, esa pérdida mental que sufre la sociedad al sentirse incapaz de detener la ola de control y poder inescrupulosos del propio Estado y su engendro primogénito, la delincuencia. La locura en estos tiempos que corren es un negocio lucrativo; salvar lo que somos, impedir el exterminio de nuestra ciudadanía es un acto de gallardía a los que pocos o casi nadie ya le apuestan.
Resta que el lector descubra de qué se trata toda esta historia; qué otras revelaciones aguardan; con qué clase de sorpresas ¿o bombas? podrían toparse a lo largo y ancho de todo el trayecto narrativo; en esa búsqueda de un nombre, un apellido, una vida que vale los sacrificios que al instante podrían resultar o no la más decepcionante y engranada de las estafas. Finalmente, ¿el averno o paraíso? Quizá estamos ya en un abismo vertical sin darnos cuenta.
Maravillosa lectura cincelada por un joven y extraordinario escritor como lo es Lucas García. Una gráfica en zoom y perspectiva de esta metrópolis de ciudad disfrazada de urbanismo y que en algún momento reconocimos como Caracas.
Memoria latente de una curiosidad impúdica
La historia de mi biblioteca personal es la memoria latente de una curiosidad impúdica. Recuerdo mis siete años escalando cada tramo de ese anaquel de sueños con el propósito de alcanzar ese libro prohibido que mi madre había colocado en el último escalafón de imaginarios posibles desconfiando de mi apuesta innata hacia todo aquello que me resultase sugestivo; frenando mis impulsos por indagar cada centímetro sensorial de los espacios vedados; controlando mis dosis elevadas de ansias, mi precoz turbación y ese trémulo placer que me invadía al salir airosa de mi hábil fechoría, aunque semanas después el encanto llegaría a esfumarse cuando mi supuesto escondite secreto fuera descubierto a escobazos por mi madre. Debajo de la cama sólo puede ocultarse el polvo.
Linterna en mano y con un cojín pequeño para apoyar mi barbilla, podía pasarme horas y horas leyendo aquella enciclopedia colosal sobre Educación Sexual, cuyas ilustraciones cebaban las premoniciones de mi madre que finalmente se hicieron realidad: soy una lectora subversiva e incorregible. Pero ese libro fue sólo un encuentro fortuito con la lectura, uno de esos comienzos novicios que se agradecen porque me animaron a aventurarme en otras inolvidables travesías que realmente llegué a disfrutar mucho más, como fueron mis recorridos palmo a palmo por las páginas de La Celestina, La verdad sospechosa, La esfinge de los hielos, Los viajes de Gulliver, Robinson Crusoe, Fuenteovejuna, La Iliada, La Odisea, La Eneida, Las farsas y obras cómicas de Moliére, Alicia en el país de las maravillas, la colección de textos de Bohemia y otras tantas obras más que no seguiré enumerando porque no es justo pecar por omisión debido a una memoria infame.
Mi biblioteca es un legado materno que me rehúso a sustituir porque la nostalgia facturaría con creces los pagarés de mi corazón y descolgaría esa especie de banderín de conquista que en aquella oportunidad pude izar una vez alcanzada la cima para luego descender sus escarpadas con una ofrenda inmortal que me acompañará hasta la extinción de mis días: el gozo de la lectura; el asomo por la celosía de otras vidas.
Por causa y efecto de vivir en un departamento, el factor espacio limita mis deseos de expansión bibliotecaria, no obstante, en el seibó de mi habitación guardo otros entrañables tesoros que a pesar de su aparente condición de damnificados, forman parte importante de mis afectos, alegrías, complicidades e ilusiones.
Mi biblioteca es un puerto, una estación, un terminal que ha experimentado el tránsito de muchos libros con rumbo hacia otros destinos conocidos o inusitados (sobre todo, cuando se prestan). Un malecón en donde he contemplado el arribo y despedida de obras que se convirtieron en inmigrantes de la palabra hospedándose en esos camarotes que alguna vez otros textos ocuparon, pero que finalmente decidieron abandonar el nido para encontrarse con la caricia y el paladar inventivo de otros lectores.
Mi biblioteca no es tanto una historia de conocimiento como de descubrimiento. Lo que me induce a leer no es la búsqueda del saber, ni la colección frenética de un libro, sino el pálpito de la exploración; la química que se activa entre un libro y yo cuando nos topamos no por mera casualidad en la repisa o estantería de una librería. En definitiva, creo que los lectores tarde o temprano nos (re) encontramos con esas obras que por factores económicos se nos escaparon; que vuelven a nosotros en el momento que menos lo sospechamos bautizándonos de nuevo. Y mi biblioteca, como una patria sin pasaporte, prórroga ni extradición, espera la llegada de otros libros; la partida de los que se mudan pero cuyas historias jamás nos abandonan.
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