BIENVENIDOS

Para los amantes del arte, de la producción, contribución, el sentir, la reciprocidad.; el propio manifiesto de las palabras, su hacerse contemplativo y la lectura de ideas. Un espacio para encontrarse, reencontrarse y perderse en el retorno. Un lugar ideado para la expresión sin condicionamientos ni tabúes...

miércoles, 1 de diciembre de 2010

CRONOLOGÍA URBANA DEL TIEMPO; LOS TOLDOS DE LA MEMORIA. En torno a la obra “La carpa y otros cuentos” de Federico Vegas


“…Tengo miedo de perder la memoria. ¿Cómo será olvidarlo todo?

¿Se esfumarán primero los odios o los amores?

¿Los placeres o el dolor?

¿Cuál será la ultima palabra que tendrá sentido?

Imagino los ojos sumergidos en un mundo propio,

como peces que flotan en su pecera,

indiferentes al paisaje más allá del vidrio.

Sé que al final Marcelino olvidó para qué servían los dedos,

las dudas, la voz, la respiración, los latidos…”

“La carpa y otros cuentos” F.V. (Marcelino; p. 198)

Los días parten del silencio para reencontrarse con el bullicio de las palabras; del pensamiento con el que se escribe una hoja de tinta en blanco bajo la inscripción encerada del olvido, de esa penosa gloria que se indulta en los aciertos contados por la inmediatez del ayer desde los errores demorados de la asediada mañana.

Es bien conocida la plegaria de la vida donde aquel que se aferra a permanecer en la caverna de los recuerdos valiéndose de una amnesia fingida, orgullosa, habría por terminar avivando la llama de las nostalgias cuando el dolor psíquico no funcione más como anzuelo y las imágenes se conviertan en retratos biográficos de unos afectos cincelados en los corazones de quienes viven y padecen su propia historia y la de otros. Un momento inusitado, un corredor en laberinto, una encrucijada enmarcada en el desliz del tiempo que no conoce pretensión alguna de tocar la puerta dos veces cuando yace posibilitado a reencarnar en cualquier espacio polizón, pasajero, donde recordar es, paradójicamente, volver al presente desde los albores del pasado. El futuro, mientras, sigue siendo una preposición sin garantías, un espectro del que todos hablan siempre con asombro arrepentido, profético, charlatán. .

En la obra “La carpa y otros cuentos” del escritor venezolano Federico Vegas (Alfaguara; 2008) la memoria es una pulsión del tiempo en los pasajes de la vida narrados con fuerza humorística alternándose en savia dureza de congojas donde cada uno de sus personajes juega a esconderse dentro del equipaje y armazón de los descubrimientos retentivos; los rastros de las circunstancias que sólo se añejan cuando nadie los resucita en sus causes inadvertidos o disparatados, ya que, no es válida ninguna alfombra predecible que ose borrar el truco de vivir o perecer sin antes haber llenado el álbum de barajitas con la última estampita de sospechas develadas: el despertar de la amnesia; arrancar nuevamente desde cero hacia el comienzo de la nada.

Un cardiograma de la memoria que registra en etapas zigzagueantes los recuerdos sinápticos de las experiencias sensibles donde el olvido viene a ser una constatación de lo que aún se añora, un atajo que produce tensión nerviosa en las fibras de quienes aprenden buscando el tropiezo, trastabillando, mutando en abrazos y partidas reciclables para luego retratarse en otros abismos con la sensación de que jamás abandonaron sus alcobas. La orfandad no es más que desnudarse del yo para desertar en el otro, en ese descenso en espiral de las emociones. Y en los cuentos de Vegas hay mucho de entrega a la renuncia; de aplomo al descuido y enfermedad para tratar la plaga de la cura.

Cada relato conoce su ciencia, aplica sus métodos de gestación, reproducción y saña para darse a conocer en el despojo de múltiples contextos que se remiendan con las cicatrices de la reminiscencia y el concilio del alma damnificada ¿Qué es la memoria sino el sueño de los que recuerdan; la almohada del olvido y la pereza en tránsito de los que se alojan en la brevedad del silencio escurriendo sus transmutaciones? La realidad de cada cuento es una oda al tacto con lo vivido, cotidiano, lo cercano, ese hecho verosímil de una experiencia vuelta carne, sentimiento, convertida en una ciudad de arterias ficcionales donde cada travesía es una estación de descargue y monta; un paraje para estirar las piernas, servirse un café, fumar a ojos cerrados mascando la razón de un después engranado de vagones donde el pasado se guarda en su propio camarote esperando su destino final y desembarque.

El cuerpo del mundo que corre demasiado rápido, la premonición de unos acontecimientos que a todos nos pasa o podría llegar a sucedernos y si ya nos pasó, entonces se apilan con el resto de incidentes subastados como quien guarda una foto para luego escanearla en traducciones engañosas, contradictorias. Es el riesgo de escribir con el trastorno de una pluma sigilosamente expresiva, observadora, interpelante, como es la de Federico Vegas donde el asombro es un puente oratorio que va hilvanando vestigios textuales a medida que se plasma en la complicidad y eufemismo de los lectores. Y es allí cuando la metamorfosis del final comienza a flagelarse y las palabras retumban en los labios de quienes escuchan, sienten, husmean a través de las miradas. Basta una escena para rodar la película gozando de sus explayadas e ingeniosas tomas en el que cada personaje finge relegarse con la armadura de lo que tanto más se acuerda: el amor como instante, acción, acopio de los sentidos y de todos los estados de ánimo que lo justifican con terquedad e irreverencia.

Una cita amorosa provocada por el bochorno del desencuentro; una amistad eclipsada en desvaríos; el galope traicionado de la infancia; el desconcierto artístico; el héroe seudónimo que regresa a casa; el ídolo del divismo albor; un flash del amor azotado; el funeral a dos aguas culinarias; el fraude de una terapia que funciona; un invierno guarura de oportunismos; el altar del desquite femíneo; el cobertizo de una última exhalación de amor; el zapateo de dos pies izquierdos; esa Caracas del Kosovo violento.

Son impresiones subtituladas en desorden, aunque quizá sí obedezcan al inconsciente llamado de las predilecciones. Pero el favoritismo también es injusto como parlero y bien pudiera confesarse que cada uno de los cuentos es una chispa que no se esfuma, son historias que invitan al lector a acompañarse de sus trotes mientras se va perdiendo en la venia del horizonte, sin llegar a la línea de meta. Detenerse nunca es buen consejo; afincarse en las huellas del recorrido un gran avance para desencontrarse.

sábado, 2 de octubre de 2010

El rastro del descubrimiento. Reseña de la obra de Héctor Torres titulada: "La huella del Bisonte"



La soledad se entacona de garantías y sale a desfilar sus encantos nocturnos por las calles de una ciudad decorada en sombras donde el tiempo no detiene su andar de caderas libidinosas cuando se desnuda profano, ilícito, y el vergel de los años reclama una candidez lastimosa en una tórrida aventura donde el amor es efímero y la inocencia un arma silenciosa que hala el gatillo desdoblándose en ansiedades, agonías.

No existe intimidación sensual más excitante que la soledad, esa compañera infiel de todos los pecados por los cuales se es capaz de perder la cabeza y dejar que la demencia tome las riendas del destino usurpando sensibilidades por fantasías masturbadoras.; hasta llegado el momento en que la realidad reclama su puesto despertando del dulce sueño de la infancia. Mirarse al espejo, tocarse, palparse distinta es el primer indicador de lo que se está perdiendo y ese nuevo “yo” que aúlla impaciente por salir de ese cuerpo que le es en tiempo presente pretéritamente extraño, ajeno.

La Huella del Bisonte, del escritor venezolano Héctor torres (Norma, 2008), nos revela ese acercamiento vertiginoso del adulto hacia la precocidad íntima de la mujer, ésa que se va develando en la adolescencia cuando comienza a brotar nuevas sensaciones y necesidades de atención, libertad, curiosidad y experiencias prohibidas expuestas a las pruebas de la vida, al poder de la atracción bajo el telón de lo inofensivo como escenografía insinuante de la rebeldía sexual, los caprichos y la candidez de la orfandad como llamado de afecto y que por azares de un poder vencido esa compañía fugaz del hombre adulto comienza a desvanecerse, a tornarse aburrida agotando así los cartuchos de conocimientos y exploraciones que sobre la emoción se tenía, muriendo en su propio bostezo de lo impredecible que resulta el universo de las féminas adolescentes cuando se desencantan del momento.

En esta obra convergen historias interrelacionadas entre sí a través de un mismo hilo conductor: la soledad; el sentirse ermitaño, exiliado, en ese mundo arisco de las pasiones monótonas, de los cuerpos repetidos en espasmos, desencantados, vacíos, donde la ciudad es una radiografía de escape y sus personajes los que nacen, mueren o resucitan en ella. Los prejuicios resultan una bomba de tiempo que tarde o temprano habría de estallar volando en pedazos o escombros cualquier tipo de predisposición que actuase como armadura de límites y defensas.

El sexo siempre es una transgresión de la carne mas no del espíritu y en manos de las adolescentes resulta letal, mortífero. Es así como en esta historia se narra cómo Mario quien convive entre faldas jóvenes se ve seducido por dos pasiones disímiles: hacia su hija Gabriela y el despecho de recuperarla siempre en tiempo pasado y el de Karla quien actúa como detonante de sus pasiones mediante el empleo de esos juegos traviesos de niña-mujer que ensordecerían a cualquier hombre; suficiente mérito para que el miedo ceda resistencia y se aventure hacia el botón del placer donde le aguarda las imágenes del recuerdo y el hastío avejentado de su acoso. Es así como el erotismo se convierte en una reflexión en tránsito, una bocina que alerta la ruta a seguir cuando los caminos se encuentran colapsados y más allá yace el precipicio.

El autor se encarga delicadamente de tratar el tema del erotismo no como una copiosa alegoría del sexo, sino de cómo éste juega un papel importante en el descubrimiento febril de las adolescentes. Por tanto, la realidad no es más que el reflejo de la ficción y viceversa; alternado roles en los que la sumisión y el atrevimiento caminan tomados de la mano. Si el tiempo no detiene su curso y hace girar las manecillas de dudas y temores en torno a sus personajes, entonces es preciso volver a darle cuerda para que otra historia comience a escribirse mientras se va borrando la antecedente. La referencia está en que “se ha vivido, con sus hazañas y torpezas, pero se ha vivido sin la penosa costumbre del temprano arrepentimiento” Y en la excitación sosegada todas las puertas se abren, disimulan sus feroces apetitos de alzarse en portazos cuando todo o nada se ha perdido.

Es el lector quien habría de encargarse de hacer de esta historia su curiosidad inquietante; su asomo a través de la celosía que ofrendan sus protagonistas, los infatigables héroes de las derrotas.

domingo, 5 de septiembre de 2010

sábado, 4 de septiembre de 2010

lunes, 9 de agosto de 2010

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TRINIDAD NOCTURNA. (Camyla) I PARTE




Nocturna. La silueta de la noche descansa sobre tus pechos; en las hieles de tu cuerpo que tiemblan por el verter de la sangre; del llanto evaporado en la oscuridad de tus ojos ciénagos al ruego de tu propia mordaza, a la gélida tortura de tus labios, a la celosa orfandad del silencio desvaneciéndose en las llamaradas de tu piel; en los aullidos del desván de tu vientre, de tu boca que marca el horizonte perdido de mi obnubilado devaneo y extradición de conciencia.

¿Qué es el tiempo sino la inversión de las ansias; el ronquido de los sueños? Qué eres tú sino la invención de una realidad en sombras; de las criaturas que descienden lentamente hacia la misericordia de tus pecados; de la santidad de tu trono -égida de gemidos- que aposenta la alcoba de tus desvirgados pudores; de las aguas que corren dentro de mí cuando el río brama entre tus piernas; lóbrega ceguera que reconoce el albor de mis músculos contraídos; el milagro protervo de escuchar con mis sentidos el exorcismo de tu voz alejándose hacia otro puerto de olvido; faz de muerte que desvía el rumbo haciéndose cenizas; ímpetu, secreción, orgasmo.

Clavo el ancla de dientes que rechinan de placer, de goce, mientras arribo a tus nalgas con una demencia que no me pertenece apenas despierta de su tórrida cordura. Carcomo tu desnudez en mi memoria; en mi exilio de nombres bautizados por tus ausencias; en ese largo tropiezo de mi andar, de huellas ufanadas en el anclar de mis fatigas; en ese hondo exhalar de tu esencia transpirada.

Erosiona mi semen mientras perforo tu secreto y acomodo en las ánforas de sus pliegues los desvanecimientos a los cuales correspondo dócilmente. Vuélvete invisible en pesadillas, en imágenes que postren mi credo en la deidad de tu vulva, de tu carne abultada de placer, de goce perturbado al fallecimiento. Draga mi deseo eréctil multiplicando los ecos de tu partida, la inmovilidad de tus desplantes, de tus fugas siniestras que retienen la estremecedora fe de mis ganas vorágines. Sacude los espectros que arrinconan mi cuerpo e invítalos a la orgía de lenguas que buscan beber el cáliz de sus santas trasgresiones.

Camyla inédita, Camyla póstuma, Camyla desfigurada, irreconocible. Camyla que abre senderos pretéritos, bestias que alucinan el trono de tu saliva en cascadas de mandíbulas demenciales. Escucha los clarines mortuorios que anuncian tu profecía, mi deseo emborrachado en posesiones; la tristeza que derroca en mis sienes esculpiendo un mausoleo de aruños cincelados por todo mi cuerpo; en las cicatrices de mi escritura donde el tiempo no existe o sólo es –quizá- la referencia de una historia que improvisa la muerte mientras ausculta la existencia jadeante de un corazón flagelado. Camyla de un nirvana dormido y un abismo pernoctándose en mi alma arcillada; vigilia de siestas fugaces que retornan, nuevamente, al vértigo tallado de mutismos donde alguna vez fui sepultado.