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Para los amantes del arte, de la producción, contribución, el sentir, la reciprocidad.; el propio manifiesto de las palabras, su hacerse contemplativo y la lectura de ideas. Un espacio para encontrarse, reencontrarse y perderse en el retorno. Un lugar ideado para la expresión sin condicionamientos ni tabúes...

viernes, 13 de febrero de 2009

EL ROSTRO INMISERICORDE DE LAS PIADOSA. (Dedicado a federico Andahazi)


Pronto se narrará la historia de aquello que jamás ha sido contado aunque, paradójicamente, el mundo ya conozca los desatinos de aquel desconcierto que provoca toda revelación anunciada. En contestación a ello, podría sugerir - sin afirmaciones que me contradigan - que lo único verdaderamente juzgable de la literatura es su afán por dejarse persuadir para no ser escrita desde sus adentros, en la monstruosa confesión de un engaño apadrinado…
En sueños arqueaba el desconsuelo por no terminar aquello que ya había empezado en incauta sugerencia por adentrarme hacia lo desconocido. Mientras leía, mis pausas intermitentes me invitaban a hojear como abanico entre mis dedos las páginas restantes de una novela cuya fascinación me impedía reconocer que, evidentemente, había sido embriagada por una especie de “brebaje prosaico” más hilarante que cualquier fuente de vida siempre paternal a los deseos enajenantes del vientre femíneo, reproductor y abortivo de todo.
No podía sostener la idea, ni siquiera con torpes malabares desatendidos, que la obra puesta sobre y entre mis manos acabaría por ser digerida con la convicción de un notable asesino cuya naturaleza malévola le demanda el gusto por evacuarse en la sangre prójima; en esa última exhalación pavorida de sus víctimas.; una recreada composición estética de la escena del crimen que expone culpables y no procederes, que recolecta pistas mas no las reconstruye aleatoriamente, justo allí donde el tiempo se extravía en indicios que la certeza termina devorando como Júpiter. Y ésa precisamente es la razón de este breve ensayo dedicado a la obra del escritor argentino Federico Andahazi titulada Las Piadosas; a esas ninfas que albergan la oscuridad del nirvana literario; a ese pacto con los arcángeles merodeadores del fracaso; los arlequines que le guiñan a la palabra, a la razón de una gloria inmerecida; a esa especie de suerte mofada manuscrita con la pluma de figurados lectores. Creí que el miedo era la peor felonía de un escritor; ahora comprendo que el temor es sólo una excusa para no desnudarse ante sus demás depredadores confrontando así el leviatán gótico de nuestro propio germen de vida: la existencia succionada en la vena erecta de los otros…
La obra Las Piadosas revela la biografía oculta de la propia literatura y su santísima deidad sediciosa de fraudes. No es sólo un relato que transcurre en el pasado, sino que como toda resonancia atemporalmente histórica que busca y se encuentra entre falacias de investigaciones, hace su entrada triunfal en el presente donde todos los que escriben de alguna manera se sienten inéditos a las oportunidades de develarse sin una reputación precedente que les confiera el derecho a hacerlo. Así, esta obra, de exquisito letargo erótico, se convierte en la pieza noctámbula de Andahazi donde la frustración le viste bien a la literatura seduciéndola hasta el pecado convincente, donde el resentimiento golpea las ganas de seguir escribiendo como el viajero que no se rinde ante la extenuada travesía ¿Es la fama sólo un botín desenterrado en la cabeza de muchos perdidos en sus propios anhelos? La terrible misericordia de esta obra podría ser la contestación a una plegaría jamás rezada por desprevenidos lectores. Las Piadosas se convierte, pues, en la reivindicación del otro lado que nadie ve ni conoce aún de la literatura: su goce perpetuo, su expresión desencajada, absorta en las gárgolas de las voces seudónimas.
Ni remotamente podría imaginar una reconstrucción literaria tan ingeniosamente armada como la percibida en Las Piadosas en el que su real protagonista (vuelvo a mencionar a la Literatura) no se halla reencarnado en las acciones de sus personajes -por el contrario- es invocado con exorcismos encubiertos en las ceremonias obradas por las ideas, las musas malditas, los pensamientos adormecidos en donde todo acto de inspiración manifiesta la renuncia del alma o la propia repulsión por la condición humana “…No hay nada más dudoso que la paternidad…”, decía Annette Legrand, un engendro de inteligencia abominable que Andahazi como buen albacea, custodia durante todo el trayecto de su obra porque en sus cartas se resume el eslabón perdido de los que escriben bajo el estigma de ser recordados celestinamente: la Literatura, en efecto, no guarda lazos consanguíneos; es bastarda en autorías y huérfana a toda adopción que ose editarla, vanagloriarse de sus cimientos, poseerla para después abandonarla, desatenderla o ser rechazada por su creador, progenitor, su semen desnaturalizado. Así nació Las Piadosas y entre sus páginas también se es testigo del bautismo espectral de otras célebres obras conjuradas en el éxtasis que provoca la comulgación de un secreto; la trasgresión de la norma, la ironía de las voces mórbidas, la eyaculación precoz del lenguaje censurado.
En Las Piadosas, el oficio de escritor es un cadalso suicida que lo convida a concebirse y reinventarse día tras día mediante la benevolencia crítica y abstinente librada por los otros, convirtiéndose así en esclavo, súbdito de su propia pluma y el de los ojos estilográficos de los asiduos lectores. John Polidori estaba convencido de ello; vendió su rastro de alma frustrada a condición de reproducirse en la posteridad como el Fausto que encuentra en su envidia volcánica un legado desengañado; el esperma impugnado de su Frankestein literario.
No es mi intención hablar bibliográficamente de esta obra, en realidad, nunca lo he hecho con ninguna otra y supongo que con ésta no cometí tal indiscreción siendo la primera novela que leo de Andahazi y -por supuesto- no la última. Mi propósito al escribir estas líneas, al reconstruir estos párrafos no ha sido otro que confesar mi admiración por la historia allí narrada que, dicho sea de paso, si fuese una incauta feminista, una lectora de ésas con tabúes para erigir que muros por derrumbar, me sentiría extraviadamente ofendida ¿Por qué? Supongo que porque no podría renuncia a su lectura cual goce que profesa una culpa secreta.

“…Quien escriba con ánimo de trascender se interna por mal camino…”

Byron, Claire, Percy, Mary, Polidori, las mellizas Legrand, Annette…(¡Annette!)..; todos ellos tienen un pasado que contar, un presente que confiar y un futuro develado. Dejemos, pues, que el lector viaje a Villa Diodati para reconstruir la historia donde todo final vibra infinidad de comienzos; donde la sexualidad perturba hasta el mutismo, allí justo en el vientre donde nace y muere la Poesía.
Abandono esta reseña. Dejo que los lectores –incluyéndome- descifren el sendero a seguir de la propia Literatura: quizá tomando la ruta advertida en señalizaciones; quizá perdiéndonos deliberadamente en sus palabras o pernoctando en la “cámara de los espíritus” donde muchos de nosotros en alguna ocasión hemos sido -forzados o no- a albergar compasivamente.
Atamaica Mago

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