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Para los amantes del arte, de la producción, contribución, el sentir, la reciprocidad.; el propio manifiesto de las palabras, su hacerse contemplativo y la lectura de ideas. Un espacio para encontrarse, reencontrarse y perderse en el retorno. Un lugar ideado para la expresión sin condicionamientos ni tabúes...

viernes, 13 de febrero de 2009

EL CLITORIS DE PANDORA


-Amor mío- le decía con el alma-
Amor mío, repetía a la vez que acariciaba
su dulce América…
---¿Me amáis?—y fue una súplica, un ruego…
--Tu tiempo se acabó— le escuchó decir el anatomista,
antes de emitir un estertor, que fue el último.

FEDERICO ANDAHAZI. El Anatomista (Sexta Parte)


El problema no es la mujer en sí misma, sino esa condición natural en cada acto sexual por negarse el derecho a serlo. Es entonces cuando la dama abre los ojos y vislumbra en el rostro del hombre esa imagen perfecta de lo que quisiera ser cual espejo narciso librado en ensoñaciones. En efecto, la pasión orgásmica es un dejar ser en el otro; un viceversa perpetuo donde los géneros se confunden, se pierden y entremezclan en un solo cuerpo multiplicado de tentaciones. Llegar a comprender la ciencia que envuelve los deseos de una mujer es santiguarse en la propia castidad de los fracasos; en la esperanza equívoca del alquimista abstraído en sus propias convicciones derrotadas. La naturaleza femínea, ese Calipso de haceres pérfidos, malogrados, no busca otro remedio que conquistarse en esos anaqueles de sombras continentales, y en ese acto inmolado del hombre por acampar, explorar, descubrirse en la medusa de cuerpos que hospedan a la mujer, la sumisión es el mayor sacrilegio que habrían de encontrar al anclar debajo de sus faldas, en sus torrentes de Venus, en sus lumbres de Olimpo, en ese oasis de un veneris figurado de pasmos y decepciones. El amor de la mujer es el clítoris de Pandora, el pórtico hacia males inéditos galopados por corazones prostíbulos, autómatas, renuentes y contradictorios donde la mujer es su visionaria colona lamida por feroces bestias engendradas en sus vientres. Lo que vemos en ella es y será siempre un espejismo; una evocación amnésica, la suma de realidades transcritas en ficciones.

Estas palabras no son más que una breve introducción a la obra de Federico Andahazi titulada El Anatomista, a ese pasaje arlequín por la iconoclasta Edad Media donde un ilustre personaje galeno -Mateo Colón- confiado en su ciencia para abrir las puertas hacia el vergel antártico de las mujeres, habría de toparse con el perplejo testimonio de que el amor no se devela en el airoso tacto de lo predecible sino en el roce censurado de lo impalpable porque la mujer es y seguirá siendo el sarcófago lascivo de los secretos inmortales; el acertijo indescifrable por el cual el hombre seguirá penando con la certeza del que conoce su error y se jacta de ello; acompañado por la temible convicción del que yace derrotado en el frente de batalla alucinando laureles mortuorios.

El Anatomista, por defecto de vocación humana, es un disector de cuerpos; un clarividente de órganos; un sujeto con una desterrada fascinación por encontrar secretos mitológicos encubiertos por las carnes y no advertidos en espíritus rebeldes obstinados en querer ser algo más de lo que se ha ofrecido como triste compensación por lo que somos: un hereje de sentires. Se es anatomista cuando se reta a la propia Naturaleza en su inmensidad de logros, cuando la curiosidad supera cualquier dato o cálculo dogmático que la ciencia haya osado refutar o aseverar en favor de sus propias contradicciones.

El Anatomista es, en sí mismo, un científico sin licencia para las doxas renuentes libradas por las religiones, pero con el aval epistémico suficiente para tocar, palpar, acariciar, trastocar, infringir cual bisturí sigiloso en ambiciones la vulva hinchada, molusca, extensible, de contracción extasiada de las que en tiempo atrás y quizá también como estocada taurina del presente, han sido catalogadas como los seres sin condición ni alma para entregarse y ser amadas en la emancipación orgásmica de sus sensaciones; las enjuiciadas como
viles responsables de la devastación del mundo (probablemente refiriéndose a la endeble voluntad del hemisferio varonil) y de todo cuanto mal de excusas banales se les atribuye a las mujeres, a las propias parias de aquel purgatorio disoluto en escapularios fetichistas, beatos infieles, caducos exorcismos y hermafroditas reivindicaciones.

No hay que olvidar que todo descubrimiento trae consigo una historia consecuente, el tiempo narrado en aciertos y equivocaciones; la potestad de lo invisible, la añoranza de una entrega; la frustración del asombro, la eutanasia de lo irreversible, la inanición de nuestras querencias.; en síntesis, un “Eureka” desahuciado. Mateo Colón confiaba en la historia, en el manejo escribano de la mujer, de sus inagotables ensayos de laboratorio.; todo ello antes de conocer la elipsis anatómica de Mona Sofía, la sexualidad siempre sugestiva al desencanto final, al goce sin porvenires,a la lujuria pérfida, al coito afrodisiaco localizado en las entrepiernas y que en medio de su frenética inocencia Mateo Colón concibió como Amor. Y es a partir de entonces cuando su ciencia comienza a trastabillar, a desvanecerse, cuando toda acción milagrosa de su oratoria se vuelve blasfemia para su defensa; cuando su fama vaticana se derrumba por el frote condicionado de un órgano, un botón, un capullo, su pesadilla prometida.

El Anatomista, por tanto, reconoce en su ciencia inexacta la búsqueda de sí mismo, la atención febril de aquel rostro esquivo, glacial, equidistante de la historia: el amor de las mujeres, la biblia de sus sensaciones, los profetas y escribamos de sus cuerpos, la Inquisición siempre sugestiva hacia el pecado donde se abandona. Quizá el amor more en todas partes; quizá no alberga ningún recinto. Es también probable que no exista y que sólo sea la metáfora simbólica de un músculo al cual llamamos corazón y que -como paradoja de la propia ciencia- ha sido concebido como represa de emociones y sentimientos jamás correspondidos. En torno a ello, Mateo Colón habría preferido ser quemado en la hoguera, que la Santa Inquisición dispusiera no de su descubrimiento, sino de aquello que no pudo descubrir ni ser develado jamás en la falacia de unos manuscritos que develaban un secreto: el rechazo advertido; la expulsión de su propio paraíso, haber abierto ese cofre de Pandora donde el Amor no es más que una palabra con cuatro letras, dos sílabas y un significado virulento.

Mientras, que el Anatomista siga enajenándose en ese desengaño que lo va sepultando lenta y sórdidamente; que su muerte se escriba con minúscula fuente como ahora y siempre habría querido ser recordado: en el propio harén del anonimato, sin lápidas que aminoren su pena.

América no ha sido aún colonizada…

Atamaica Mago.

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