BIENVENIDOS

Para los amantes del arte, de la producción, contribución, el sentir, la reciprocidad.; el propio manifiesto de las palabras, su hacerse contemplativo y la lectura de ideas. Un espacio para encontrarse, reencontrarse y perderse en el retorno. Un lugar ideado para la expresión sin condicionamientos ni tabúes...

sábado, 8 de octubre de 2011

LAS PERIPECIAS INÉDITAS DE TEOFILUS JONES


¿Se imagina un pueblo sometido por la barbarie de la locura cuyos empleados públicos han sido convertidos en clones leales a un gobierno que considera una aberración antirrevolucionaria usar el ascensor, fabricar hielo, cortarse la barba y blasfemar contra las injusticias del Estado no sin antes colgarse una sonrisa idiota en el rostro?
¿Puede siquiera sospechar un país convertido en ese gran altar de cultos disparatados donde monjes hindúes manejan metralletas, los burdeles son declarados ermitas del Estado, sectas de hombres reclamando el retorno de sus prófugas mujeres, la propiedad privada en manos del condominio ministerial, espejos u otros enseres llamados a declarar, las mascotas como bienes extintos, camiones cisternas haciendo las veces de convoy militares, y un helicóptero al propio estilo cinematográfico de “True Lies” sobrevolando la ciudad para rescatar a un policía mediocre, un despechado detective y una secretaria lasciva de un peligroso destino en el que proteger al gato Hugo resulta clave para la liberación y desestabilización de un poder teocrático enfrascado en el oráculo de una sequía que tiene a todos sus habitantes en jaque?
Es posible que todo esto le resulte inverosímil, pero no está muy lejos de la realidad si a todo lo anterior le añadimos la crisis energética, el desabastecimiento de alimentos y la falta de agua como hecatombe de males aún mayores que unos personajes intentan resolver orándoles a los dioses, invocando a los espíritus milenarios para que envíen al Mesías de turno liberándolos así de sus pecados y responsabilidades indolentes. Suena a conflicto actual, a panorama circundante de una nación vista de cabezas cuyo porvenir es sentenciado a desmoronarse una y otra sin importar si es de derecha o izquierda el listón político que se coloque. Y es que Fedosy Santaella sabe darle a la ficción el sitial de honor que se merece para poder versionar la realidad, prismatizar la imaginación con hechos que insisten en compactarse pero que en medio de su resistencia terminan desencadenando una serie de acontecimientos donde no existen héroes ni villanos, sólo sus tristes caricaturas.
“Las Peripecias inéditas de Teofilus Jones” del escritor venezolano Fedosy Santaella (Alfaguara; 2009) relata las hazañas accidentalmente heroicas de Teofilus Jones, nuestro Cisco Kid caribeño, un hombre risible e incompetente quien después de haberse dedicado a lecturas de novelas policiales y debido a las exigencias revolucionarias de La Gran Religión Universal, decide abandonar su vocación literaria para enrolarse como oficial burócrata -masturbador de papeles, firmas y sellos- de un nuevo orden de Estado en el que todos los funcionarios públicos son nombrados copias, estirpes unicelulares, de un sistema totalitario en el que la igualdad equivale a la negación de los derechos ciudadanos; donde se instala la resignación como estilo de vida anulando la posibilidad de pensar y actuar por sí mismos porque no existe otra libertad que no sea la autorizada por su gobernante, El Gran Barbado, El Sumo Sacerdote, Supremo Presidente, Sacro Máximo, Excelso Guerrillero, Líder Egregio y demás distintivos que implantan el egocentrismo del poder como chip para anestesiar la memoria colectiva de sus pobladores ahora convertidos en mendigos feligreses de la patria.
Así, a Teofilus Jones le es encomendada la misión de resguardar la vida de un gato Persa Himalayo llamado Hugo (amuleto del gobierno) por el mérito de ser uno de los agentes más ineptos del departamento policial y, por tanto, el indicado para no levantar sospechas sobre el paradero del felino. En tal sentido, se le ordena a Jones la peligrosa misión de permanecer encerrado en su departamento por tiempo indefinido hasta que el aluvión de las profecías pasase, siendo provisto de todo cuanto necesitara para la manutención de la mascota, entre lo que vale la pena destacar un camión de agua potable, elipsis sagrado en tiempo de crisis.
Pero una serie de eventos insospechados cambiará el rumbo de los acontecimientos en los que Teofilus Jones llega a convertirse en prófugo de la justicia siendo perseguido por guerrilleros, mercenarios, agentes gubernamentales, clones militares, una esposa cuaima, sagradas prostitutas, el dueño de una funeraria y demás ringleras de personajes que danzan alrededor de un líder acosado por sus propias fobias de grandeza.

El autor construye con sátira maestría, conmoción, distención y suspenso, una trama cuyo lenguaje picaresco nos recuerda los nudos existencialistas kafkianos (esa voz sarcástica que le guiña el ojo a lo que está por-venir si acaso ya no está sucediendo en un presente lleno de anarquismos y disociaciones); ese humor negro concebido no para mofarnos de la realidad, sino para develarla, deconstruirla pieza por pieza conforme sus personajes transiten y padezcan en cada situación lo risible de vivir adeptos a un régimen que no sólo es dictatorial sino también místico, esotérico, que utiliza sus alocuciones populares para evangelizar conciencias dirigiéndose a una población aduladora que ante aquello que no puede rebelarse, prefiere desentenderse.
Es así como en esta obra la intimidad de cada individuo es sacrificada por el bienestar colectivo de las favelas patrióticas; por ese culto a la personalidad (o personalidad inculta) en torno a la figura de un líder que, paradójicamente, no busca empatías con el pueblo sino convertirse en el credo, la biblia misma de sus gobernados, en la vigilia santera de una sociedad que se auto censura cuando se le inflige un sentimiento de culpabilidad charlatana; esa falacia de preocupaciones creada para distraer atenciones con frases sensibleras, contradictorias, mártires que van despertando los complejos más recónditos de quienes hastiados de sentirse excluidos de un proyecto de país -en apariencia integrador- se someten a la obediencia de lo insólitamente cotidiano a cambio de obtener esas migajas de pan prometidos como banquete; de rodillas para evitar el desplome causado por el desengaño.
Fedosy nos introduce en una historia en el que nada tiene sentido, donde sus personajes se debaten en una enfrascada lucha por un ideal que no saben cuál es, pero que ociosamente defienden a capa y espada como suelen hacerlo quienes no tienen la más mínima idea del motor que mueve sus argumentos: empuñando un arma, cargando una metralleta, disparando sus divagaciones contra esos enemigos -¿o molinos de viento?- que terminan reflejándolos con desfigurada simetría. En ese preciso instante, Teofilus Jones se da cuenta que los trastornos mentales se manifiestan en conjunto, pero la cordura se recobra en solitario; que oponerse al adversario es convertirse en su aliado y viceversa. Una subversión ridícula emprendida no en aras de la libertad y supervivencia, sino para entender de qué va la vida cuando se convive entre personas entregadas al horror, la idolatría, el conformismo y de cuclillas ante beato caudillo al cual se le venera sus malos chistes y chácharas ebrias.
Esta obra invita al lector a sumergirse en distintos laberintos que los hará reír, gozar, estallar de asombro, pero también tensará la cuerda de la angustia y la desesperanza a través de acrobáticas historias que condensan distintos géneros narrativos (desde el policial hasta ciencia-ficción) donde entretener no es el simple objetivo de su lectura, sino la sospecha de que en este juego ficcional, el desenlace siempre esconde un ace bajo la manga, el típico “gato encerrado” de toda trampa condenada al fracaso y que se excusa en la premisa de un gato que sirve para desenmascarar la verdadera ideología de un gobierno que ha hecho del parloteo, el esoterismo, su cinismo y pulida cursilería convaleciente una nueva estratagema política.

Fedosy Santaella: Puerto Cabello, Estado Carabobo (1970). Licenciado en Letras por la Universidad Central de Venezuela. Ha publicado los libros de relatos Cuentos de cabecera, El elefante, Postales sub sole, Piedras lunares (Ediciones B) y Ciudades que ya no existen (Fundación para la cultura urbana), así como las novelas Rocanegras (Ediciones B) y Las peripecias inéditas de Teofilus Jones, ésta última bajo el sello Alfaguara. También con Alfaguara publicó los libros de cuentos para niños y jóvenes Fauna de Palabras, Verduras y travesuras, Historias que espantan el sueño, Miguel Luna contra los extraterrestres y Pasapuertas. En 2009 realizó para esta editorial una antología del cuento venezolano para jóvenes lectores titulada Cuentos sin palabrotas.
Obtuvo el Premio Único en la mención narrativa de la Bienal Internacional José Rafael Pocaterra, bienio 2004-2006 por Postales sub sole, y mención de honor en la Bienal José Antonio Ramos Sucre 2007 por Piedras lunares. En 2008 recibió recomendación de publicación en el concurso de cuentos de El Nacional por su cuento «Muelles lejanos», y el Premio Canta Pirulero en la Bienal José Rafael Pocaterra con su libro Pasapuertas.




















BREVE CURRÍCULO LITERARIO
Atamaica Mago (Caracas; 1980) Estudió Letras en la Universidad del Zulia (2002) y Educación mención Lengua y Literatura en la Universidad Católica Cecilio Acosta (2008). Cursante de la Especialidad en Enseñanza de la Lengua adscrita al Departamento de Postgrado por la Universidad Católica Cecilio Acosta (UNICA). Actualmente, se desempeña como docente y Coordinadora Académica en la II y III Etapa de Educación Básica, con más de diez años de experiencia impartiendo clases en el área de Lengua y Literatura así como también dictando talleres de animación a la lectura escénica, audiovisual, para niños y adolescentes. Escritora, investigadora, correctora de textos; autora de diversos poemas, ensayos, trabajos metodológicos y recensiones literarias publicados en los sitios web que mantiene (www.planetaanonima.blogspot.com / www.avemagioz.tumblr.com) y en otros portales electrónicos dedicados a la difusión cultural de las artes y letras.

jueves, 25 de agosto de 2011

Una panorámica del cuento


Hoy (que puede ser cualquier día, valga la cuña de los adverbios para construir enunciados que se hallan aquí, ahí, allá, en todas partes), tuve la ocasión de volver a ver “Nueve reinas”. Un film argentino dirigido por Javier Bielinsky y que trata sobre el arte del timo llevado a cabo por dos sujetos –Juan y Marcos- como modus operandi para sobrevivir a los distintos escenarios que construye la vida intentando con cada estafa salir ilesos de sus transitares y trueques citadinos. Una producción cinematográfica donde las acciones se multiplican por la intervención inédita, sorpresiva, de sus personajes; una película donde el lenguaje se toma su tiempo para calibrar cada secuencia de los hechos que en su estructura va tejiendo una inmediatez avasallante cuyas acciones se conjugan en un verbo de acosos y obsesiones.
Y no podía ser de otra manera: el lenguaje de la vida, su transcripción paradójica y urbana, factura día tras día sucesos fraudulentos que se hallan agazapados en cada uno de los rincones de la ciudad esperando su cruenta embestida; alianzas ladinas donde el mejor disfraz es fingir que no pasa nada, mendigar la caridad de los que sufren el síndrome de la “vergüenza ajena” o adoptando una postura victimaria, exasperante para acorralar, persuadir al otro convirtiéndolo en cómplice de un negocio redondo donde el más astuto sobrevive y el menos audaz sirve de carnada.
Javier Bielinsky a través de la observación, de esa mirada caleidoscópica de todo cuanto se halla alrededor escaneando las intenciones, los sentires, el lenguaje corporal y gestual de los que transitan con predisposición el universo de lo cotidiano donde el roce de algún detalle marca el inicio o término de una historia, va describiendo con mesura y precisión un relato cenestésico en el que la vida de distintos personajes se va entramando en una red de complicidades clandestinas que en cada escena, sus diálogos y magistrales sentencias idean una coartada ficcional en la que, como los grandes jugadores de póker, el desenlace sólo se conoce cuando las cartas ya están puestas sobre la mesa. Y la audiencia –como me sucedió a mí como lectora- sólo sirvió de cebo para darle forma y contenido a la experiencia; esa historia que termina perteneciéndonos porque sin darnos cuenta nos sumerge en ella uniéndonos al misterioso destino de unos personajes cuyas acciones hacen la función (y fusión) de un oráculo.
Cada secuencia de los hechos, cada giro inesperado de la trama constituye una súbita modificación del guión, dando origen a una nueva historia que por momentos pareciera que volviese a empezar, pero que desde el meollo mismo del conflicto se trata de un hecho relatado en un presente que se vislumbra distante, apartado; mientras el futuro está por sucederse en una instancia próxima al pasado, creando así una atmósfera de tensión, suspenso, conmoción en la conciencia cinéfila de quienes están convencidos de tener todos los aces bajo la manga para asaltar el final y, acto siguiente, les cambian la partida.
Al levantarme de mi butaca, tuve la sensación de haber sido despojada de algo que me pertenecía pero que a ciencia cierta no sabía explicar qué era. Luego, comencé a sospechar de todo cuanto me rodeaba y que había sido cómplice de mi asombro, ya que, una brusca desconfianza hizo presa de mí al momento de advertir un fallo de cálculos en mis presunciones; una lectura equivocada o quizá desviada de los acontecimientos que lograron conducirme hacia un desenlace que se advertía como una trampa, pero del que era demasiado tarde para poder escapar.



Esta película activó mis sentidos para explicar, desde la humildad de quien ha tenido vergonzosas y accidentadas experiencias con este género literario misterioso y esquivo, cómo funciona el arte de construir un cuento, porque de mis inacabables depuraciones algo afortunado debía rescatar.
Hay un tren que conduce al escritor hacia cualquier camarote que él elija para tripular su historia en tanto tenga claro cuál es el destino de sus personajes (aunque siempre se lo reserve) en este vasto recorrido narrativo donde debe existir una estación de desembarque para sus lectores; esos polizones inhóspitos de las historias convincentes o predecibles.
Existe una regla intransferible para narrar: aunque no tenga nada qué contar, discernir y dejar plasmado en el papel porque las ideas no fluyen con esa fuerza creativa con las que son invocadas, es menester que el escritor salga a la calle, confronte su cotidianidad o se asome a la ventana de su querella interior para poder escuchar lo que otros tienen que decir mediante ese modo inadvertido de expresar el mundo en voz alta mientras que con el pensamiento subraya todo cuanto pasa, se comunica, a través de sus sentidos. Esa frase suelta, esas conversaciones a oscuras o en plena alborada de una ciudad que se antoja esquiva, clandestina; ese telar de murmullos nerviosos o soliloquio armado por el tráfico disputándose una arteria vial entre bocinas y blasfemias mientras huye de la tranca y sus vorágines horas picos, permiten que la faena de escribir comience con incertidumbre, ambigüedad y caos –es cierto- pero también con un entramado de posibilidades que irán dándole forma a una historia que involucra infinidad de interlocutores invisibles a su propio destino, pero latentes al lugar que ocuparán en el relato sin tener la más mínima idea de ello (y de eso se trata); escribir pensando en ese lector ideal, en ese personaje fantasma, desconocido, que está al acecho de un final que, paradójicamente, no se espera demasiado, es decir, la estructura bien pensada, maquinada, de un cuento que logra conquistar a los lectores en distintos retos donde perder las apuestas resulta una acción satisfactoria, gratificante. Es así como el cuento va armándose pieza por pieza conforme a la simulada ingenuidad o trazo novicio de esas primeras líneas que expone el escritor de manera aparentemente absurda pero con intenciones deliberadas; como un hecho servido en la bandeja de las emboscadas donde el desenlace aparece de manera fortuita porque se añeja en la barrica de un secreto próximo a descorcharse.



Y eso precisamente es el cuento: una confidencia pactada con extraños; una comunión entre máscaras que al final desnudan sus identidades en un cruce orgiástico donde todos los personajes se encuentran pero ignoran las circunstancias comunes que los une; una tragedia convertida en anécdota que consigue solapar todas las conjeturas lectoras. Un final que siempre se avecina, pero que pospone con cada nueva línea, tachadura o frunce de papel su afanada meta.
El cuento manifiesta un desenlace que remite a sus orígenes, al punto de partida de una historia que siempre regresa para atar cabos y señalar todos los posibles blancos que fueron cubiertos y eran susceptibles al ojo lector que siempre se mantiene alerta cifrando esa escritura que escucha, entona y siente como suya.
En tal sentido, un relato debe contener un secreto expectante mas no lleno de expectativas (que no ateste de moralejas ilusorias al lector, sino que lo invite a la reflexión) y el cual debe ser revelado como el ritual de un sueño: fijando su atención más allá de los límites de la realidad pero sin abstraerse de sus fronteras y donde el despertar lo pueda conducir a otro sueño en el que sus personajes se hallen al filo del insomnio, su obstinación y pesadilla. Como quien tira dardos sin buscar dar en el blanco porque lo único importante es la trayectoria que elige pulsar; ese trazado invisible, narcótico, que conduce al lector a ningún lado y a todas partes, puesto que, la historia no viaja en línea recta; busca sus relieves, matices, y los aprovecha para poder contar una hecho que vaya madurando conforme se atreva a mutar, cambiar de piel (lo mismo que contexto) y se refleje en una realidad activa mas no pasiva de cuya voz sintáctica se valga el lenguaje para captar el interés, la curiosidad y perspicacia de los lectores ¿De qué manera? cambiando el orden previsible de los hechos, dejando pistas falsas, variando los ambientes, alterando el tiempo y las voces narrativas, encubriendo las emociones de sus personajes, recreándose en la intertextualidad no como imitación, sino estratagema que se mofa de la verosimilitud y originalidad para versionar una historia que siempre será la innovación de su antecedente; valiéndose de un alegórico caos que oculta sus agudas secuelas; esas sentencias profundas que dejan en vilo a los lectores los cuales inútilmente buscarán respuestas en un género literario que promulga interrogantes, abre paréntesis, se balancea en exactitudes, no da chance a ninguna tregua traducida en puntos suspensivos.; en síntesis, abierta a lo irrecuperable, a ese carburante bien medido de las palabras.



Y es que el cuento es la gran ciudad donde la novela construye sus discursos sociales. De allí que la brevedad sea su fuerte porque coquetea con la extensión milimétrica de lo que tiene que revelar jugando con las vivencias cronometradas de sus personajes. Un buen cuento –como toda tradición oral- debe manejarse en términos de precisión y concisión; saber medir lo que se dice y cómo se dice sin rebosar ni darle muchas vueltas al asunto. Un cuento, por tanto, debe maquillar las estrías, borrar las posdatas, aniquilar las notas al pie de página, evitar dar explicaciones que sólo se excusan con sus lectores.
El cuento es una gran hoz literaria enemiga de las frases redundantes, excedidas, barroquistas, atestadas de jactancias. Si algo rescata el cuento es el humor, su carácter fabulador sin llamadas de atención ni lecciones moralizantes, quizá sí para desafiar nuestra tolerancia en un mundo donde la ficción es cotidianidad -y viceversa- porque tiene la capacidad de distorsionarse. No busca hacer del lector una mejor persona, aunque se atreva a abrir sus venas para dejar fluir esa extraña sensación de ser partícipe de una historia que ya le estaba predestinada. Mover emociones; hacer de la vida un nuevo intento de fuga, extravío, retirada, es lo que se conoce como perplejidad, conocimiento. Y si la historia provoca vértigo, estamos frente a un cuento; esa imposibilidad de accederlo a todo y que, paradójicamente, forma lectores ideales e historias brillantes, nostálgicas, duraderas.
Quizá el cuento sea esa senda donde la observación encuentra su cuadrante ideal para retratar un paisaje, una ciudad, unos y otros transeúntes divisados desde diversas perspectivas donde todo es diferente según la lente microscópica con que se divise una realidad que nunca es idéntica a otra. Todo es cuestión de izar las velas de la historia sin perder el rumbo de su travesía; haciendo del lenguaje el timón narrativo para pulir un estilo donde lo estético sea un verdadero goce de la imaginación y no un universo de puntos y finales. Un homenaje a lo que no debe pasar inadvertido mientras se escribe inspirados en la constancia, concentración y talento: la agudeza visual traducida en palabras y sensaciones; el pálpito de reconocer en la mirada contextual infinidad de imágenes para construir relatos que nos sigan sorprendiendo, urdiendo intrigas, descubriendo otra historia oculta dentro de una historia explícita; situando al lector y sus personajes en una encrucijada, en ese cruce tentativo de las opciones causales.; en síntesis, aniquilando las falacias de la monotonía.




domingo, 12 de junio de 2011

Cuando reirnos ya no tiene gracia. ¡Apagón, apagón!



1:40AM. El sonido del ventilador anuncia la llegada de la luz.


Increible que estas cosas pasen. No, -corrijo- debo ser más honesta y pasar del asombro a la certeza de que en este país la crisis es la única instancia social que no nos abandona.


Desde ayer, a tempranas horas de la noche, la intermitencia eléctrica anunciaba lo que finalmente sucedió a pesar de la primicia que ya se propagaba en las bocas virtuales de los buenos amigos de la 2.0: La luz se iría y con ella la ilusión de pasar un fin de semana feliz y apacible a solas o en compañía de los seres queridos. Resulta lamentable darme cuenta de que en este país la vida social se reduce a fijar nuestra atención en las calamidades que día y noche el gobierno nos recuerda con sus nulos sospechosos de siempre. Imposible no rememorar bonanzas pasadas cuyas imágenes aparecen en blanco y negro, difusas, como migrañas taladrantes para el corazón de una esperanza que ahora tose, maldice, reclama. Años de inmutables conformismos, cheverismos y hospedadas vergüenzas al momento de defender nuestros derechos cuando son amenazados y no cuando tenemos la soga al cuello, pasaron a cobrarnos facturas con intereses de mora que no terminamos de cancelar porque la conciencia es siempre nuestra primera y última deudora. Olvidamos que los pagarés de la desidia tienen fecha de vencimiento y que sólo nos damos cuenta de ello cuando sus recibos de pago nos abofetean.


La falla eléctrica no es novedad, eso no es ningún secreto, pero ésta no es casual y en eso deberíamos enfocarnos. Pero como lo malo tiene sabor protagónico, egocentrista y más en la tierra del sol amada, la gente comienza a acostumbrarse a narrar dicha experiencia como si fuese un chiste apocalíptico en el que se exagera aún más sus dotes ficcionales con el fin de captar la atención de sus interlocutores; es así como las personas empiezan a conformarse con una nueva pérdida del derecho ciudadano de manera tal que la hacen parte de su vida convirtiéndola en una no muy agradable anécdota que se festeja, aplaude, carcajea hasta terminar borrachos de su licor amnésico como así sucedió con el paro petrolero.


No obstante, el éxito del chiste radica en la brevedad, originalidad y tono simpático, ocurrente del que lo cuenta. Me pregunto ¿Cuándo nos daremos cuenta que esta clase de cuentos ya pierden su gracia por lo extenso, repetido y bochornoso del asunto? ¿Cuándo esta parodia de país en el que vivimos nos conducirá a la reflexión superando la incidencia burlesca que poco y nada ha resuelto? Ya es hora de dejar de reirnos de nosotros mismos.


Lo malo de ayer, hoy, mañana, lo de siempre, debe asquearnos, darnos grimita. Con la falla eléctrica nuestra oscuridad interior debe iluminarse; el insomnio debería pedalear mejores ideas y sentimientos, algunos de ellos voluntariosos, otros más nostálgicos aunque llenos, multiplicados de cavilaciones. Y mientras el golpe de sudor corre por la sien, mientras me asomo en cueros por la ventana sin importarme que otros sean testigos de mi desnudez; mientras observo cómo otras familias siguen a oscuras pasando una noche transpirada de impotencias, continúo mi recorrido en bicicleta por esos rincones de la mente donde un apagón signifique algo más que el monólogo de un mal chiste.


lunes, 16 de mayo de 2011

miércoles, 20 de abril de 2011

LectorMetalico: La maravillosa vida breve de Óscar Wao

LectorMetalico: La maravillosa vida breve de Óscar Wao: "Un chico de raíces dominicanas que vive en el gueto junto con su familia en la ciudad de Nueva Jersey , un nerd sumamente inteligente pero s..."

lunes, 18 de abril de 2011

Celebración "Día Internacional del Libro"


El Centro de Bellas Artes, La Escuela de Letras de La Universidad del Zulia y el Colectivo Literario “El Submarino” en el marco del “Día Internacional del Libro” se complacen en invitarles a la celebración del mismo, en las instalaciones del Teatro Bellas Artes, el sábado 30 de Abril de 2011.

En esta celebración disfrutaremos de varias actividades:

- “Puerto Cambalache”: Una propuesta del Submarino, para el intercambio de libros entre los asistentes. (Lugar: Sala Alta. Teatro Bellas Artes. Hora: 10:00 am – 7:00 pm).

- Presentación de la revista “De Palabra”, revista de investigación y creación de la Facultad de Letras de La Universidad del Zulia, con la presentación del Poeta: Carlos Ildemar Pérez. (Lugar: Sala Baja. Teatro Bellas Artes. Hora: 4:00 pm).

- Conversatorio con los escritores: Antonio López Ortega y Miguel Ángel Campos. (Lugar: Sala Baja. Teatro Bellas Artes. Hora: 5:00pm).

- Proyección del Film: “The Pillow Book”

- Dirección: Peter Greenawa

- Producción: Kees Kasander

- Guion Peter: Greenaway

- Música: Brian Eno

- País(es):

Reino Unido
Francia
Países Bajos
Luxemburgo

- Género: Drama

LUGAR: Teatro Bellas Artes.

FECHA Y HORA:
Sábado, 30 de abril · 10:00 - 21:00

domingo, 10 de abril de 2011


SUPERNOVA

domingo, 3 de abril de 2011

El regalo de Pandora (Ánforas de la vida) del escritor venezolano Héctor Torres

“Concluí, viéndola, que una mujer está realmente desnuda sólo

cuando está descalza, y que es intrínsecamente hermosa

sólo cuando se desnuda de la cosmética”

El regalo de Pandora. Pág. 121


Una fotografía descorre el telón narrativo. Una imagen tallada en claroscuro. La luz se filtra densamente desde un punto de fuga perpendicular a la persiana. Una habitación -¿o quizá camerino?- adornada con toda clase de reliquias puestas encima del tocador como estatuillas en desorden que desempolvan la memoria de un santuario soñoliento; en esa intimidad inquebrantable de la soledad que aprisiona corazones.


El dorso desnudo de una joven (de cabellos brillosamente azabaches) muestra una sombreada hendidura que viaja en descenso hacia un destino que, como los grandes tesoros escondidos, se marca con una “X” para luego excavarse por el mero placer de poder enterrarlos de nuevo. Los ojos semi cerrados, ciegos a la sospecha de sentirse observada; seniles a la seducción que provoca su reflejo ante el espejo, y cuyos bordes de estampillas, fotos y demás enseres sagrados van atenuando cada vez más su presencia ocultando la simetría de sus facciones; dispersándose, al igual que los objetos, por toda la atmósfera de una alcoba cuyo foco de atención se centra en el espejo, los guantes, sus frascos y pócimas; sus brochas, esmaltes y lociones; prendas e indumentarias colgadas en perchas levitando en un paisaje donde el zoom de la lente no alcanza su enfoque. Una mano sujeta al estuche que abre sus secretos, que desmaquilla su cosmética hermosura quitándose el antifaz para guardar el resto de sus trampas y enigmas.


Prevé su salida a escena. Omite cerrar la caja. Pandora está libre, prófuga a los deseos que despierta. El mito se hace carne para ser contado reviviendo todos sus dones y males citadinos.


“El regalo de Pandora” (FBLibros 2011) es la nueva obra narrativa del escritor venezolano Héctor Torres (Caracas; 1968) el cual nos entrega diez historias donde una prosa expectante, versátil, aguda, con óptica y maestría en su construcción sintáctica y en el modo de presentar y recrear los distintos contextos que la envuelven, da la bienvenida a unos relatos hedonistas donde la mujer, ese cuerpo femíneo dadivoso y azotador a la vez, recíproco al engaño y sus pagarés de entrega, vuelve a ser la gran protagonista en una ciudad que reencarna dentro de ella con dolor y angustia; con locura, placer, violencia, desenfreno, transpiración, melancolía, espasmo.; y que sólo la sensibilidad femenina es capaz de exorcizar cuando la mente racional, en su infatigable búsqueda de conquista y constatación de sospechas, va quedándose sin argumentos cayendo víctima de su propio chantaje viriles.


Héctor nos ofrece diez maravillosos relatos donde la mujer prescinde de su postura deudora aunque no así de su condición demandante, incomprendida, claustra, recelosa; de orfandad y abandono lúcido para así poder soñarse en todas partes, en otros tiempos y espacios donde la anécdota pasada constituye un presente demorado, un porvenir que no se olvida y del cual se huye constantemente. Y es que las mujeres de Torres -las que retrata con esa escritura ensoñadora plasmada en el lienzo de vivencias de quien sabe escuchar con atención y palpar delicadamente- son personajes que se distancian, que se desprenden de los brazos de sus amantes para contemplarse lejanas, pensativas, llenas de interrogantes más que de respuestas; sumisas pero jamás domesticadas, excepto cuando el amor doma sus bríos; cuando la decepción las galopa por sorpresa hurtando esa ilusión de la que siempre se halla petrificada al faro del muelle, esperando a orillas de una isla su embarcación, rescate o naufragio. Mujeres que avivan su llama interior para apagar la hoguera de los hombres; esos sujetos desconcertados que claman la furia de una felicidad que se les presenta esquiva, quimérica o inconforme.


Son relatos donde las mujeres denuncian sus silencios; voces apenas perceptibles –especie de banda sonora-- en cuyas resonancias se escuchan, lloran, divagan, sueñan y sonríen mofándose de y entre ellas mismas de los múltiples espectáculos que da la vida cuando ofrece boletos gratis desde las gradas. Mujeres de roces inusitados; impredecibles e imprescindibles, de naturalezas al viento, cómicas, perspicaces, infinitas e imposibles. Por esa razón causan temores y paranoias en los hombres, ya que, únicamente pueden poseerlas en lo efímero, en esos encuentros fugaces donde una próxima cita garantiza la revelación de un secreto, la agonía de despertar en una ficción de la realidad o su pesadilla inconsolable.


El inicio, desarrollo y desenlace de cada una de los cuentos que compendia esta obra, son una oscura benevolencia sin posdata; un giro inesperado de los acontecimientos que frena cualquier tentativa de predecir lo divertido y emocionante que resulta perder las apuestas cuando sin saber porqué sentimos que hemos ganado. Héctor es un escritor que juega con el lector; le hace guiños, coquetea con sus impresiones dejándole migajas de pan para que siga un camino de súbitos acontecimientos en los que de seguro también transitan “las hormigas”, diminutas mirmidonas de alimentos.


Así, por ejemplo, nos topamos con una regadera cuyas gotas nos recuerdan que el amor aparece y se desvanece pero nos deja siempre empapados de su suerte y demencia; que soñarse fuera de Caracas es buscar entre los escombros –como quien hurga un basurero-- ese hallazgo de salvación en el que las causas de felicidad no se den por vencidas; un incesto que desconoce el pecado y adopta el sacrilegio como modo de amar; un condominio cuyos propietarios fingen estabilidad, armonía, valiéndose de una vida enjabonada de shopping y spinning; un alma faustiana que se entrega dócilmente a la curda del placer y sus desengaños; un triángulo afectivo que se convierte en escaleno abriendo sus ángulos hacia la omisión de unas ‘reglas de oro’ fuera de juego; la posibilidad de narrar en sueños la impotencia de una realidad en la que los “tigres hablan, muerden y sienten orgasmos al devorar a sus presas”; el catarsis tarareo de un hombre que con machete en mano blandea su alucinación y amargura sobre los cuerpos de unos infortunados que le recuerdan a su ex mujer; la bitácora de un taller donde “las nubes con sandalias” hacen una equis en el mapa de su empeine.


Cada relato es un ánfora; una vasija llena de aciertos, desatinos y contradicciones.


Quizá la vida no se destapa ni se descorcha; sólo hay que derramarla, verterla (se) en ella como la última gota de licor dulce que recorre nuestra seca garganta. Un recipiente destinado al amor y la esperanza. Una Pandora que espera ser contada en el paladar de sus catadores lectores.


domingo, 6 de marzo de 2011

Andanzas, sudaderas y calambres. En torno a la obra ¿De qué hablo cuando hablo de correr? del escritor japonés Haruki Murakami.


Enfrentarse con un texto que ha recibido más abucheos que aplausos ya crea sospechas y una predisposición a la crítica que sólo se inmuniza tomando el libro y leyéndolo. Pero esta vez el recelo no surgió como un indicador de influjos predecibles, de juicios a priori que en la mayoría de los casos construimos basados en las opiniones de otros, sino como una constatación de que los rumores tienden a ser los grandes anfitriones de banquetes perspica los cuales asistimos incautos y temerosos porque no sabemos si nuestra presencia causará revuelos o inadvertencias; si hemos acudido con el smoking adecuado, los zapatos lustrosos o el peinado de última moda (la terrible exposición ante la crítica). Pero lejos de llevarme una decepción por un platillo que pensé degustaría con mala cara, sucedió que esta lectura generó en mí una especie de extraña satisfacción que me asaltó imprevistamente porque esperaba el tropiezo o la caída que así me habían vaticinado. Y aunque aún no logro digerir el efecto náufrago del rescate, su enigma no me ha producido ningún malestar o vértigo estomacal –por el contrario- me obsequió un entendimiento inusual para quien no se considera atleta, pero sí una maratonista de campo corto preocupada por la contextura de sus producciones literarias.

Acto seguido a este intento de recensión desbocada, tomo una servilleta y apunto sobre ella el nombre de Haruki Murakami y el título de una obra que crispa en controversias “De qué hablo cuando hablo de correr” Una carrera contra el reloj de las postergaciones; una obra que adquirí dándole las gracias a las descargas electrónicas.

¿De qué hablo cuando hablo de correr? (TUSQUETS EDITORES; 2010), narra las experiencias del escritor japonés Haruki Murakami como prosista profesional y corredor de fondo; como atleta literario y maratonista que revalida constantemente su actividad física con el arte de escribir novelas. El convite de su lectura no estuvo nada mal muy a pesar del riesgo que se colgó al hablar de sí mismo –especie de ensayo autobiográfico- en una obra cuyas memorias escritas en una Hawái llena de contrastes y un Massachusetts de adiestramientos, suponen un retiro espiritual que desde la carrera, el trote, el esfuerzo físico y la fortaleza mental contribuye al estiramiento muscular de una reflexión que se desnuda en experiencias; que transpira las vivencias propias y las de otros que como él también comparten su afinidad y cotidianidad por recorrer cientos de kilómetros entre pensamientos vacantes y los vaivenes de las molestias, mientras va observando cómo el entorno jadea en imágenes que lentamente pasan en perspectivas. Un maratón que muchos lectores no estuvieron dispuestos a galopar en simpatías y recomendaciones porque su andar les resultó demasiado predecible, insulso y tedioso; porque saber de Haruki como persona, como ser humano no resulta atractivo ni fascinante, sobre todo, si presenta a su autor como un hombre resignado a su extenuación avejentada, donde su trayectoria es un remate por querer alcanzar la línea de meta en solitario.

Sin duda alguna, no es una obra de enganche, sino más bien de relevo, de circuitos que esperan la venida de otra nueva historia que compense su pronosticada despedida o ausencia. Tampoco podría compararse con sus antecesoras, pero hay pasajes donde la honestidad toca y hiere; donde correr no es un simple aguante de piernas, sino un viaje donde los calambres de la vida están en todas partes amenazando con desquitarse en contracturas y esguinces psíquicos al someter el cuerpo a límites irreconciliables. Arrancar con el cronómetro de la desesperanza, del transcurrir de los años que siempre lleva la delantera sobre la voluntad de nuestras ansias y anhelos, resulta desalentador porque ya la vitalidad reclama jubilarse y las piernas y la mente no dan para más agarrotadas por el trote del esfuerzo. No obstante, a través de correr (que para Murakami no es una obligación ni competencia, sino una escarpada de lo que sabe hacer mejor aparte de dar saltos largos y acelerar desde el fondo) significa batir récord de estímulos y motivaciones para continuar escribiendo, construyendo historias basadas en la satisfacción personal que ya le producen sus obras porque ha encontrado una razón para no tirar la toalla frente a una existencia agobiada de responsabilidades y apremios; de cuentas regresivas y marcas cada vez más adversas. Lograr hacerse de un espacio para dedicarse a otras actividades que igualmente habrían de inspirarlo y alejarlo del desasosiego, es correr largas distancias sin sombras ni temores, sin la creatividad en declive y el rendimiento apesadumbrado.; correr es encontrar la inspiración y empatía para escribir novelas con el talento, la concentración y templanza que se requieren, mucho más cuando se trata de desplazarse, examinar la calle, toparse con las miradas de extraños, rozar sus vidas, improvisar razones para seguir inhalando y exhalando energías evitando que la fatiga, esa toxina que linda entre el antídoto y veneno, lo fuerce a abandonar la competencia.

Quizá ya compartir el secreto no cause ninguna gracia; llega un momento en que se necesita mucho más que un soplo para escribir, y es allí cuando se reclama tiempo, esa libertad de las horas para poder hacerlo, la vuelta atrás de las manecillas, las nostalgias convertidas en buenos recuerdos. Y Murakami –obsesionado por la edad; descubriéndose como un caballo de carga más que de carrera- es consciente de que hay que cerrar ciclos en la vida para dedicarse a abrir otros comenzando desde cero. Lo hizo con el bar de jazz para consagrarse como novelista; se convirtió en corredor cuando el sedentarismo físico y emocional amenazaba con arruinar su vocación como escritor. Y la única disciplina válida para no desfallecer ante la práctica de la rutina inconsciente, es ajustar los ritmos de entrenamientos de la propia existencia; complementarlos, concebir un momento para el descanso y otro donde se debe apretar el paso; el cuerpo así lo reclama y la mente lo exige; donde el dolor es irremediable, pero el sufrimiento puede controlarse. La resistencia radica en la constancia y para correr, escribir, amar, gozar, es necesario sentir el padecimiento, adiestrar el cuerpo contra los embistes de la vida. Detenerse no es la opción; la retirada una posibilidad que siempre coquetea. Por esa razón, los atletas se abstraen en la carrera porque buscan un horizonte mudo para no flaquear en la última recta; porque el acto de escribir supone un abandono, un vistazo al abismo antes de desmoronarse.

¿Habrá llegado Murakami al ocaso de su carrera? Ciertamente no lo sé, eso resulta tan impredecible como los gustos de sus lectores; como el penoso culto idólatra e injusto que a veces le profesan a sus obras cuando por una mala racha ya anuncian un camino cuesta abajo, con el sensor de aterrizaje en emergencia. Y complacer a una pluralidad de pareceres nunca ha sido tarea fácil, sobre todo, cuando se ha decidido ser una figura pública donde el mínimo movimiento ya genera algún comentario. Y, paradójicamente, correr es el medio que encontró Haruki para alejarse del bullicio y la concurrencia; un bien íntimo, privado que desea siga permaneciendo en el anonimato. Con esta obra, se hace imposible; ha entregado la brújula de su propia vida siendo él su único Norte.

Para los lectores decepcionados con este texto, Murakami habla de “tomar cincel y martillo e ir picando poco a poco el suelo rocoso hasta abrir un profundo boquete…” Quizá “De qué hablo cuando hablo de correr” sea ese acto de perforar la tierra, abrir un gran orificio en sus sedimentos para reencontrarse con esa veta de manantial creativo que decidió darse de baja o exonerarse. En cualquier caso, colgar la sudadera es favorable para probar otras zancadas donde superarse sea la consigna y ganar o perder una suerte de ruleta echada. Huir también es una carrera; un maratón que ahora transcurre sin audiencia.

domingo, 6 de febrero de 2011

No Más Primicias: “Cómo no. Con mucho gusto”

No Más Primicias: “Cómo no. Con mucho gusto”: "Dicen que los buenos modales no se aprenden, se heredan. O algo así, no estoy seguro. Puede que sea al revés. Capaz y en realidad se hurt..."

sábado, 8 de enero de 2011

Libreros: La autobiografía lectora de Michèle Petit ...Juan ...

Libreros: La autobiografía lectora de Michèle Petit ...Juan ...: "'Desde hace algunos años me resulta difícil congeniar –más por ellas que por mí– con las personas que sólo saben leer en los libros y no ha..."

La rana encantada: Talleres

La rana encantada: Talleres: "La rana encantada es una organización integral que promueve la literatura infantil y juvenil a través de la narración oral, talleres para ..."

miércoles, 5 de enero de 2011

CHANCE


“Hoy es un buen día para acomodar mi desván de sombras; la estantería de soledad ...es enumeradas por orden alfabético. Lindo comienzo para entrar en el túnel buscando la salida hacia el laberinto”

lunes, 3 de enero de 2011

La gruta de la ficción. En torno a la obra de Gustavo Valle titulada "Bajo tierra"


“…Una bruma espesa se levantó de las llanuras

Hacia las regiones altas, colmando el fondo de

Los valles de Caracas. Los vapores, iluminados

por arriba, tenían un color uniforme de un blanco

lechoso. Aparecía el valle como lleno de agua, y

se hubiera tomado por un brazo de mar cuya

ribera escarpada formaban las montañas adyacentes”

Fragmento de la obra “Viaje a las regiones equinocciales” de Alejandro de Humboldt.

Cita extraída del texto ”La ciudad y el deseo” de Federico Vegas. Ensayo: “Las lecciones de Humboldt”. Págs. 143-148

La lluvia empoza sus lágrimas en los corazones inéditos de quienes contemplan la gracia de su letal obra desde las ventanas empañadas de sus recuerdos corrosivos, los cuales ingenuamente confían en que un hecho históricamente lamentable jamás habría de repetirse si la memoria ha sido encapsulada con el transcurrir de los años y el analgésico proceder del olvido. No obstante, la desidia no permanece mucho tiempo en remojo amnésico sin que a alguien se le ocurra baldear sus escombros y evidenciar lo poco o nada que queda de los remordimientos y el yugo de la conciencia que siempre se presenta de manera impertinente, desprevenida, sin techos ni paraguas que la socorran.; momentos donde la desidia comienza a facturarle gastos a la espera.

La gente busca refugio contra el llanto, la calamidad, el vendaval de la zozobra. Alza la vista con los ojos enmohecidos de consuelos fieles a la esperanza por encontrar un cielo nítido y despejado en medio del desbordamiento emocional que se vive y subsiste bajo tierra, en la soez de un mundo donde la vaguada lo arrastra todo desde la superficie, en las huellas fangosas impresas por sus habitantes, pero cuyo hipocentro fluvial tiene realmente lugar en las entrañas de los cerros, las catacumbas roñosas de los túneles caraqueños cuyos pasadizos de secretas aguas van devorando en silencio calles, viviendas, locales públicos.; arrastrando consigo gigantescas rocas, ramajes, árboles extirpados de raíz, artefactos eléctricos.; en síntesis, convirtiéndolo todo en sedimento y fosa enlutada de fallecidos. La Pompeya moderna inmortalizada en los hogares de familias que construyeron sus vidas siendo damnificadas de prejuicios y traiciones, encontrándose desaparecidas, ahogadas a la suerte de una existencia que siempre les cancela su dignidad con pagarés sin fondos, en medio de un alud de desgracias ancestrales, visionarias donde el progreso es sólo una retórica más de nuestras propias carencias sociales.

La suerte no se prevé ni se negocia; sólo ocurre, arriesga su rancho y parcela a merced de perder la apuesta y luego someterse al soborno ofrecido por la madre naturaleza: la de seguir subsistiendo en la favela de sus faldas, amamantados por el porvenir tapiado que les espera en las laderas ondulantes de un lago interior conocido como el valle de Caracas.

La obra de Gustavo Valle titulada Bajo Tierra (Norma; 2009) —ganadora del Premio Bienal de Novela Adriano González León en su edición 2008 y del Premio de la Crítica a la Novela 2009— nos relata, entre sus múltiples facetas inventivas, la historia causal de la tragedia de Vargas, pero desde una instancia inversa a sus fatídicos acontecimientos, puesto que, lo que realmente narra esta novela es el naufragio de una ciudad que no conoce otra balsa para salir a flote que la erigida desde adentro, en el interior de una placenta montañosa, en la matriz de unos túneles guiados desde las ruinas de un hotel que habrían de conducir a sus protagonistas -Sebastián, Gloria, Malawi- hacia unas grutas preñadas de alimañas, indigentes, excrementos, fósiles e infinidad de correspondencias que jamás llegaron a su lugar de destino porque en el oráculo de la supervivencia toda sospecha trae consigo un fatídico desenlace; porque bajo tierra el misterio es sólo una linterna de la duda, una hipótesis aventurera, la incógnita por develar los casos sin resolver del pasado en compañía de sus fantasmas oníricos presentes.

La realidad es una garúa ficcional sorprendente en la que sus protagonistas se internan en un mundo subterráneo escondido entre las piernas de una Caracas falaz, sombría, donde lo desconocido resulta temerosamente familiar, cercano a unos afectos caducados con repuestas inverosímiles a interrogantes que jamás fueron formuladas, pero que habrían de conducirlos hacia un desenlace fantástico donde la búsqueda no es más que otra ruta para perderse; la caverna asfixiante, nauseabunda para entender que todo cuanto ocurre en la superficie no es más que una manifestación interna, el reclamo sísmico, la ópera macabra de una ciudad inundada de yerros, exclusiones, pobreza.

Gustavo Valle nos refiere con detalle, delicadeza, parsimonia expectante y gran maestría en su prosa, la vida de Sebastián y su trauma infantil por no comprender a ciencia cierta el paradero --¿o muerte?-- de su padre quien se desempeñaba como ingeniero civil en las obras públicas de los túneles de Caracas y tras una sacudida de tierra, el desprendimiento de los cerros terminó sepultando los sueños de todo niño que desea compartir la suerte heroica de un progenitor ilustre y respetado. A partir de entonces, este joven conoce en la Facultad a Gloria quien secretamente en silencio comparte la misma inquietud y sobresalto afectivo de Sebastián dedicándose a indagar, descubrir en los rostros más sucios, transpirados y malolientes de Caracas el semblante deshecho, desvaído de un padre que quizá la abandonó, huyó o fue secuestrado por la propia vida mediante la puesta en práctica de una obstinada misericordia y vana empatía hacia el prójimo en esa tardanza del deseo por encontrar consuelo para la ofuscada impotencia que la roía día y noche: los remitentes sin respuestas; el silencio de unas cartas que esclarecerían una ausencia, ¿asesinato? o la irreconciliable muerte que se comportaba muda con ella.

Es Malawi quien ofrenda todas las respuestas; un mendicante espectro que deambula por las calles de una ciudad que esclaviza la ingenuidad como anzuelo sometiéndolo a la deshonra; una urbe que a través de su infecta garganta se traga la vida, patrimonio y herencia ancestral de toda una tribu que emigra junto con él -un chamal venido en desgracia- hacia la sordera de una ciudad que sólo escucha desde abajo, al fondo de sus intestinos, vociferando en ecos, excluyendo a sus sobrevivientes de la palabra que nombra, la que designa destinos, traza senderos, conoce la salida de sus laberintos, para finalmente llegar a convertirlos en seres sombríos que leen el mundo al revés para enderezarlo; en parábolas de una lengua incompresible que como las corrientes indomables, embravecidas de los ríos que buscan su cauce destruyéndolo todo, de la misma manera los indigentes que viven abajo, en los arrabales del subsuelo escrutan desahogar sus furiosas tristezas incomunicando a quienes “desde arriba” esperan explicaciones sometiéndose a las bufonadas semióticas del tiempo. La pérdida de la identidad es un quebranto cultural insostenible que sólo es capaz de resarcirse negando, obviando, privando la igualdad social del otro. Es la Caracas que no le tiembla el pulso cuando de amedrentar, disparar, fusilar, se trata; la capital de lo obnubilado.

No es la crónica o morbo periodístico, historicista la que habría de incentivar al lector a encontrarse con esta obra, sino el arte ficcional, literario, de cómo los personajes se desembarazan de la pluma de su autor para recorrer sus respectivos destinos solos, sin la ayuda garante de lo premeditado, sino con el asombro de lo inadvertido; similar al deseo del chiquillo por soltarse de la mano atajada de sus progenitores para poder correr hacia un destino incierto que posteriormente la libertad, curiosidad y experiencia habrían de indicarle el camino a seguir entre amalgamas de tropezones y aciertos.

¿Cuántas vaguadas sufre la ciudad cotidianamente? ¿Qué lejos o cercanos estamos de la tragedia de Vargas? ¿Cuánta ironía se halla en el rostro poético de una ciudad cuya pragmática sigue siendo la exclusión, abandono, violencia? Las respuestas a éstas y otras interrogantes la encontrarán en esta obra o quizá ninguna de ellas hagan falta para comprender el deslave emocional y contextual que todos llevamos dentro.