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Para los amantes del arte, de la producción, contribución, el sentir, la reciprocidad.; el propio manifiesto de las palabras, su hacerse contemplativo y la lectura de ideas. Un espacio para encontrarse, reencontrarse y perderse en el retorno. Un lugar ideado para la expresión sin condicionamientos ni tabúes...

sábado, 26 de mayo de 2012

Memoria latente de una curiosidad impúdica

La historia de mi biblioteca personal es la memoria latente de una curiosidad impúdica. Recuerdo mis siete años escalando cada tramo de ese anaquel de sueños con el propósito de alcanzar ese libro prohibido que mi madre había colocado en el último escalafón de imaginarios posibles desconfiando de mi apuesta innata hacia todo aquello que me resultase sugestivo; frenando mis impulsos por indagar cada centímetro sensorial de los espacios vedados; controlando mis dosis elevadas de ansias, mi precoz turbación y ese trémulo placer que me invadía al salir airosa de mi hábil fechoría, aunque semanas después el encanto llegaría a esfumarse cuando mi supuesto escondite secreto fuera descubierto a escobazos por mi madre. Debajo de la cama sólo puede ocultarse el polvo. Linterna en mano y con un cojín pequeño para apoyar mi barbilla, podía pasarme horas y horas leyendo aquella enciclopedia colosal sobre Educación Sexual, cuyas ilustraciones cebaban las premoniciones de mi madre que finalmente se hicieron realidad: soy una lectora subversiva e incorregible. Pero ese libro fue sólo un encuentro fortuito con la lectura, uno de esos comienzos novicios que se agradecen porque me animaron a aventurarme en otras inolvidables travesías que realmente llegué a disfrutar mucho más, como fueron mis recorridos palmo a palmo por las páginas de La Celestina, La verdad sospechosa, La esfinge de los hielos, Los viajes de Gulliver, Robinson Crusoe, Fuenteovejuna, La Iliada, La Odisea, La Eneida, Las farsas y obras cómicas de Moliére, Alicia en el país de las maravillas, la colección de textos de Bohemia y otras tantas obras más que no seguiré enumerando porque no es justo pecar por omisión debido a una memoria infame. Mi biblioteca es un legado materno que me rehúso a sustituir porque la nostalgia facturaría con creces los pagarés de mi corazón y descolgaría esa especie de banderín de conquista que en aquella oportunidad pude izar una vez alcanzada la cima para luego descender sus escarpadas con una ofrenda inmortal que me acompañará hasta la extinción de mis días: el gozo de la lectura; el asomo por la celosía de otras vidas. Por causa y efecto de vivir en un departamento, el factor espacio limita mis deseos de expansión bibliotecaria, no obstante, en el seibó de mi habitación guardo otros entrañables tesoros que a pesar de su aparente condición de damnificados, forman parte importante de mis afectos, alegrías, complicidades e ilusiones. Mi biblioteca es un puerto, una estación, un terminal que ha experimentado el tránsito de muchos libros con rumbo hacia otros destinos conocidos o inusitados (sobre todo, cuando se prestan). Un malecón en donde he contemplado el arribo y despedida de obras que se convirtieron en inmigrantes de la palabra hospedándose en esos camarotes que alguna vez otros textos ocuparon, pero que finalmente decidieron abandonar el nido para encontrarse con la caricia y el paladar inventivo de otros lectores. Mi biblioteca no es tanto una historia de conocimiento como de descubrimiento. Lo que me induce a leer no es la búsqueda del saber, ni la colección frenética de un libro, sino el pálpito de la exploración; la química que se activa entre un libro y yo cuando nos topamos no por mera casualidad en la repisa o estantería de una librería. En definitiva, creo que los lectores tarde o temprano nos (re) encontramos con esas obras que por factores económicos se nos escaparon; que vuelven a nosotros en el momento que menos lo sospechamos bautizándonos de nuevo. Y mi biblioteca, como una patria sin pasaporte, prórroga ni extradición, espera la llegada de otros libros; la partida de los que se mudan pero cuyas historias jamás nos abandonan.

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